domingo, 24 de julio de 2016

Uvas, tomates y papas

 Como sentido homenaje a mis padres intentaré hacer memoria de su duro trabajo diario, especialmente mi madre que era la más entusiasta.
  Me temo que las fases de cada actividad  y los términos correspondientes puedan no ser del todo exactos, pues éstas conversaciones se remontan a cuarenta años atrás en que yo estaba pendiente de lo que contaban mis padres y no pretende ser un estudio de la agricultura de esa época, nada más lejos de mi intención, solamente es poner en alza el duro trabajo de aquella generación, en especial de mis padres. 

1.- 
LA UVA: tenían mis padres diversas variedades: principalmente  forasteras, "Negra muelle" o negramoll, una o dos parras de moscatel, y las conocidas por uva blanca o negra, que creo corresponde a la variedad listán blanca o negra.
  Los parrales ocupaban los laterales de las huertas donde las horqueta sostenían  el trenzado de alambres donde descansaban, ahí cumplían año tras año el ciclo vital apoyadas por la intervención del agricultor: riego, poda de sarmientos aprovechando la luna adecuada, despampanar, alzar la parrar en sus horquetas,  amarrar las parras ayudados de la rafia , raspar la hierba  de las "carreras" y en la penúltima etapa quitar algunas hojas para que el fruto coja sol y se ponga dorado y finalmente recoger los racimos e ir limpiándolos, quitando los vagos que no prosperaron debidamente o que se habían pasado, pues en mi casa la mayor parte la destinaban a la venta como "uva de mesa" y una pequeña cantidad para "encerrar", elaborando el vino rosado, mezcla de uva blanca y negra que se destinaba, principalmente, para brindar a alguna visita o añadir a salsas y compuestos, pues mi padre no lo consumía. No obstante en mi pueblo siempre hubo y hay muy buenos bodegueros con exquisitos vinos.
  Recuerdo de pequeña ir al lagar de nuestro vecino Abel, participar en el repisado de la uva, salir con las piernas empegostadas del mosto. Tal vez mis recuerdos más nítidos de lo que son  los detalles del lagar procedan de la casa de tío Fernando, hermano de mi abuela materna, en donde tantas veces jugué con sus nietas. Me viene la imagen de como se quedaban los vagos prensados bajo las duras tablas que presionaba la viga que articulada con precisión recibía el impulso de la piedra del lagar y de esa manera terminaban extrayendo lo que quedaba. El mosto repisado salía a la "tina" o pequeña tanquilla anexa, desde donde se pasaba a los barriles para ser vertidos en los cascos.
 Mi padre como hacía poca cantidad en ocasiones hasta usó como lagar la antigua y ancha pila de lavar que hubo en mi casa.
  Esta actividad también suponía que unos días antes el patio de nuestra casa estuviera ocupada por los cascos o barricas que por entonces eran de madera, para mojarlos y tenerlos siempre cubiertos de agua por encima, con tiempo suficiente para que se "hinchara" o hidratara. Luego lavarlos con esmero, quemarles dentro una pequeña mecha de azufre que asegurara su higiene. Y serían devueltos al sótano/bodega para que recibieran el mosto, y, en la oscura tranquilidad del casco, las levaduras que desde la piel de la uva pasaron a formar parte del mosto, catalizaban la fermentación alcohólica, proceso que nosotros percibíamos en el aroma inconfundible que cogía nuestra casa: "el mosto estaba hirviendo".
 Después habría que trasegarlo a otro casco para eliminar las madres o sedimentos y así ir vigilando su aclarado hasta que estuviera terminado, aunque siempre requeriría el mimo constante controlando que no se "enfriara" manteniendo los grados correspondientes. Ante ese temor, mi padre añadía un poquito de alcohol y luego le convencieron de añadir un producto químico llamado conservol (creo que se referían al metabisulfito). 
  También me suena que periódicamente  ponía una nueva mecha de azufre en la boca del casco, para desinfectar de lo que podía entrar tras las múltiples veces que se destaponaba para con la fina manguerita y fonil  en mano, llenar las botellas para tener en la cocina.

Recuerdo con mucho cariño que mi padre, que valoraba mucho las uvas moscatel, siempre me traía su primer racimo como regalo.
Aprovechando el tema del vino, me viene a la memoria la actividad de la venta  a escala insular de este producto. Se dedicaron a ello: Óscar, Andrés, Nando,...  Por entonces surgió una polémica entre los que vendían vino de bodegas araferas (vino del país) y otros que además vendían el comprado fuera, a la  empresa o cooperativa  " La Vinícola Tinerfeña" que existía por aquella época y en la que trabajaron mis tíos Eladio y Seo, el primero de conductor de sus camiones y el segundo de ayudante. El comercio con la Vinícola suscitaba mucho enojo en nuestros cosecheros del vino, porque se temían que se mezclara y se vendiera enmascarado como "del país"  lo que repercutiría en mal prestigio para sus vinos, pues decían que en la Vinícola le añadían al vino ciertos productos, imagino que serían conservantes, pero la frase que corría por las calles era "que lo hacían con polvos, que eso no era vino".
Igualmente me viene a la memoria la figura del tonelero. De aquellos años recuerdo a: Martín el de Nena,Virgilio, Goyo el de Clara Luz ,... reparaban los desajustes de las duelas de los viejos cascos o colocaba nuevos aros metálicos e incluso de ver a mi padre rodando el casco por la calle. Ahora empiezan a coger auge los herméticos depósitos metálicos y la discusión entre partidarios y detractores 
Hoy mi pueblo puede presumir de tener ubicado en su suelo la Bodega Comarcal donde se da salida a la uva producida en la zona, y un reducido grupo de Bodegas particulares de calidad, que han vuelto a dar fama al nombre de Arafo.
2.- Siembra de "TOMATEROS", en masculino como les decíamos en mi casa, en vez de tomatera. 
Comenzaba mi padre con la extracción de semillas del tomate maduro y puestas al aire para secar y luego las conservaba guardándola en una botella de cristal. Cuando tocaba la época, hacía el semillero en casa para tenerla a mano y regarla constantemente, para ellos utilizaba aquellas alargadas cajas de madera, específicas para transportar tomates, y cuyas tablillas se sujetaban con una banda metálica. Tras llenarlas de tierra esparcía las semillas y cubría con otra capa de tierra tapando este semillero con un saco que siempre permanecería húmedo para por un lado, regarla sobre del mismo  lo que evitaría que el agua socavara la tierra y dejara expuesta al aire  la semilla y por otro para que los pájaros no hurgaran y se las comieran.
  Mientras crecían, mi padre preparaba la huerta debidamente: regarla o "resfriarla",  arar el terreno de siembra, antes de tener arado de motor, pagaba a algunos vecinos que se dedicaban a ello con su caballo o mula y su arado, recuerdo primero a Pedro el de Pruda, y luego Pepito el de Doris, pero habían otros hombres del pueblo que también realizaban estos trabajos o incluso usaban sus bestias para cargas de escobones recogidos en la zona alta y posterior venta a los interesados para su ganado doméstico. Me quieren sonar Domingo el de Julia en El Volcán, Silverio el de Nina,... Con la invención tecnológica, también los animales, compañeros de la vida agrícola fueron sustituidos por los vehículos y por los arados de motor, de hecho burros y mulas están casi en extinción, solo se mantiene el elegante caballo o su compañera la yegua, como un lujo para dar un paseo y practicar la equitación. ¡Una vez más nos adaptamos a los tiempos!. 
 Volviendo a los tomates, cuando germinaran y las plantitas llegaban a alcanzar los centímetros adecuados, estarían preparadas para llevar a sembrar en las líneas de surcos que cruzaban el cantero, trabajo que hacían conjuntamente mis padres.
  Desde allí serían protegidas y vigiladas con el mimo debido, a medida que cada planta crecía se amarraba su débil tallo a la primera caña que paralelo al surco y a unos 15 cm del suelo se sujetaban a las latas o palos que enterradas en ambos extremos del surco formaban  las llamdas  "burras" y otros cruzados (cruceros) a lo largo de él y atados entre si, harían de columna sustentadoras. Era a mi madre a quien le tocaba este duro trabajo de estar agachada amarrando planta a planta con el trocito de rafia que cogía del manojo que previamente había cortado y preparado y que ella ataba a su faldón, para tenerlo a mano.
 Cada vez que el tallo crecía se cruzaba una nueva caña  a 15 ó 20 cm por arriba de la anterior y sujeta a los mismos pilares o burras  para ser amarrada. 
 Continuaba el trabajo con deshijar el exceso brotes o chupones de la planta, y así las ramas que se salvaron de la necesaria exterminación, pudieran recibir el sustento con el que cuidar las flores y sus sucesores los frutos.
  Mi padre estaría vigilante para azufrar a través de los poros de un saco; pues este azufre debía evitar que le "cayera enfermedad" como era el oidio, hongo que ataca este cultivo o de sulfatar, máquina en mano, con los plaguicidas o genéricamente llamados fosfernos y acabar con las plaga que amenazaban a la cosecha. Así mismo requería el riego periódico.
 Cuando ya "estaban dando" se iba a recoger el fruto dos o tres veces a la semana, por un lado los hermosos tomates entre verde -rojizo y duros para que llegasen turgentes al mercado exterior,  y por otro los más pequeños o los que habían madurado en exceso y que tendrían un viaje y precio más modesto.
   Terminado el ciclo tocaba arrancar  palos y cañas, y como todo final el suelo recogía el esqueleto de lo que fue la plantación.





  



3- Plantando PAPAS 

 A lo largo del año se hacían varias siembras, pues éstas pierden sus óptimas condiciones pasados unos meses y a pesar que en casa al principio contábamos con una fresca cueva de tosca o pumita, luego entullada porque había que asfaltar el callejón vecinal bajo el que se situaba, aún así el tubérculo comenzaba a germinar y esos “grelos” hablaban por si mismos del comienzo de un nuevo ciclo y muchas pasaban al comedero del ganado doméstico.
   Comenzaba cada siembra con la compra de las papas de semilla a Evaristo principalmente King Edward y Up to date. Luego era mi madre quien sentada en una silla en el patio de mi casa, procedía a trocearlas dejando al menos dos o tres "ojos" o yemas de germinación en cada parte, para después dejarlas extendidas sobre sacos al aire, pero a resguardo de una posible lluvia, y así esos cortes cicatrizasen, para aligerar este proceso, mi padre espolvoreaba sobre ellas el grisiento cemento que se usaba para edificar.
    Pasados los días recomendados y ya con el terreno "resfriado" (regado) y arado, sembraban la cosecha: mi padre, "guataca" (azada o sacho) en mano, abría el surco, y mi madre colocaba cada trozo de papa separados unos 15 cm luego mi padre las tapaba con tierra y abría al lado un nuevo surco y así sucesivamente. En un principio acostumbraban a acompañar cada trozo de papa con un puñadito de abono, el llamado guano, pero luego los consejos de entendidos aconsejaron el abonado del cantero previo a la siembra. 
    En esta actividad alguna vez les acompañamos.
    Mientras el ciclo vital se desarrollaba, le esperaban  meses de vigilancia: regado cuando se estimaba oportuno, sulfatado para combatir “la enfermedad que les caía”, había que mantener a raya hongos y bacterias que acechaban a este cultivo, arrendar o sachar las papas cuando la rama iba creciendo y para sostenerla había que arrimarle tierra alrededor, enguanarlas nuevamente y raspar las malas hierbas que de las múltiples semillas traídas por el viento crecían en el húmedo surco compitiendo con el cultivo por el abono.
   Pasados los tres o casi cuatro meses que podían durar su desarrollo, llegaba el día de “coger la papas”. Mi padre cababa en la tierra con cuidado a no cortar las papas y sacudiendo las ramas se desprendían los múltiples tubérculos que surgieron de cada una, detrás mi madre iba recogiéndolas en su cesto de caña, que tras completarlo vaciaba en el saco. Alguna veces ayudamos en este día, me recuerdo acompañando a mi madre en la recogida, de más pequeña me tocaba solo ir detrás recogiendo los desperdicios o sea las papitas pequeñas que no se podían vender y por tanto no se mezclaban con las grandes, pero se aprovechaban para freír papitas enteras, componerlas o aprovecharlas para los caldos.
  Frente a otros jóvenes de mi edad que tenían que ayudar en los trabajo agrícolas, yo reconozco que mis padres intentaban hacerlo ellos solos y no quitarme tiempo del estudio o que llegase cansada sin ganas de estudiar, pues la ilusión de los dos y para mi padre más bien obsesión, era que saliéramos preparados para encontrar un trabajo mejor pagado.¡creo que no los defraudamos!.


Candelaria, a 16 de julio de 2016

jueves, 14 de julio de 2016

La agricultura a través de mis recuerdos




La actividad agrícola a través de mis recuerdos (Arafo 1968-1973)



   En mi niñez la economía del pueblo se basaba en la agricultura de pequeños propietarios. Según tengo entendido, esto era un valor muy importante que arrastraban desde generaciones atrás los araferos frente a otros pueblos pues en Arafo casi todas las familias tenían alguna huerta  o cantero que le permitía comer algo y en la pobreza vivir con cierta libertad y a veces algún miembro de la familia trabajaba de peón de los que eran dueños de más tierras o en el duro trabajo de abrir o trabajar en las galerías de agua ya existentes, frente a pueblos donde el cacique histórico se sentía dueño de  la vida de sus empleados. Siempre se oía a nuestros mayores aquello de "No hay nada más triste que no tener un cantero donde caerse muerto".
 Como economía y población son consecuencia directa, quizá éste fuera el motivo principal por el que siempre fue un pueblo pequeño, donde todos se conocían. Sin contrastar con los datos del censo, en mi niñez recuerdo que siempre nos decían que la población andaba sobre los tres mil habitantes, a pesar de la llegada de algunas familias de inmigrantes que procedían principalmente de barrios de La Orotava.
 La economía agrícola de aquella época continuaba estando encauzada en parte, por la iniciativa empresarial que allá por la década de los cincuenta llevaron dos familias, Florentín Castro padre e hijo y los Hnos. Curbelo junto a su padre, (los progenitores venidos de Cuba en décadas anteriores con capital que invirtieron en el pueblo). Destacaron como propietarios de tierras y agua construyendo sus propias charcas y mejoraron en su empresa por haberse lanzado a la exportación de papas y tomates a Inglaterra, que con sus fincas a toda producción proporcionaron puestos de trabajo a jornaleros en el pueblo y, sobre todo, en sus salones donde se empaquetaba para la exportación de sus cosechas, así como de la cosecha de los pequeños agricultores que la llevaban a sus salones. Recuerdo contar a la familia que se les vendía la cosecha y se les compraba el agua, las “papas de semillas”, algún abono y al final entre el debe y el haber, se iban a casa casi sin nada. Supongo que esto motivaría que surgiera la competencia como fue la Cooperativa Agrícola que duró unos años pero que finalmente también produjo descontento entre los usuarios, entre ellos mi padre, y desapareció siendo los intermediarios o “gangocheros” , figura que hasta el grupo musical Los Sabandeños les dedican una satírica canción, los que cogieron más auge llevando las cosechas al mercado capitalino y a los puestos para exportación, pues recuerdo oír a mi padre que le subían el precio a sus tomates cuando eran grandes y su gangochero le decía que esos eran para el mercado exterior. Es de destacar que algunas mujeres lanzadas para aquella época empezaron llevando en la guagua pública, o aprovechando el viaje, de  los camiones de los primeros vecinos que se dedicaron al transporte en el pueblo, cajitas con verdura para vender en el mercado de Sta. Cruz como fueron Pepa, Eva. Luego algunos hombres se sacaron el permiso de conducir, unos mientras hicieron el servicio militar y otros que aprendieron con algún conocido, que era lo más habitual en aquella época o en las escuelas para tal fin que solo estaban en Sta. Cruz. Recuerdo entre los gangocheros a: César y Vieras, que en realidad César había comenzado yendo también en camiones o guagua, pero se compró un camión asociándose con Vieras que tenía el permiso de conducir, Maruca y Francisco que al principio pagaban a un vecino que en su furgoneta les acompañase al mercado pero con el tiempo Francisco sacaría el permiso de conducir y se haría con un camionito; también Nergio,  Evelio el de Martinito, luego Saturnino y Melquiádes, Diego, Onelio, también recogían nuestras cosechas gangocheros de Gúímar o Malpaís de Candelaria...



   También Evaristo, tal vez regresado de Venezuela con su dinerito, se dedicó a traer las papas de semilla y los abonos que se usaban por aquel entonces. Recuerdo a mi padre comprar guano,  amoníaco, nitro (supongo el famoso nitrato de Chile).
   Hago un inciso para aclarar el concepto de ”papas de semilla”, en realidad no es una semilla sino el propio tubérculo o tallo subterráneo que se trocea dejando en cada trozo, yemas u “ojos” de crecimiento por el que tras ser sembrada brotará la planta, y de cada una proliferará nuevos tubérculos que serán arrancados de la rama, pues los pequeños granos de semilla procedente de la flor, tiene un crecimiento muy lento que la hace inviable para el cultivo. Todos sabemos que esta planta es originaria de América, y que su uso en Europa se extiende ya en el siglo XVIII y XIX, que en nuestras islas se adaptaron bien las papas bonitas y negras, principalmente en el norte, pero después algún avispado inglés, vio en el clima de las islas el lugar adecuado para cultivar las papas que en su isla no se daba bien en los periodos de invierno, introduciendo las variedades que ellos habían elegido: up to date y King Edward, que a su vez en Canarias tienen el inconveniente pues no sirve reservar papas de la cosecha para luego sembrar, con lo que se impuso una dependencia de la semilla inglesa, que nos compraba papas para ellos consumir, pero nos vendía las llamadas de semilla. Este cultivo tuvo una gran relevancia en todo el siglo XX cuando ya se contaba con el regadío al abrirse las galerías de agua.
   Volviendo a nuestro relato, comentar que no obstante las dos familias, Castro y Curbelo, seguían explotando sus fincas y la propiedad del agua tanto para el riego agrícola como para hacerla llegar a la capital de la isla a través del canal, pues allí se concentraba la mayor población y las industrias insulares. Por esta razón los que eran pequeños propietarios de acciones, le vendían sus horas de agua a estas familias, principalmente en invierno donde la lluvia hacía menos necesario el riego o incluso todo el año y cuando la necesitaban solicitaban o iban “a pedir agua”, al igual que los que no tenían acciones y  compraban la hora de agua, para que se la diesen el día que estaba destinada para la zona donde tenían sus canteros. Mi padre en verano no la vendía sino la cogía quincenalmente cuando el encargado o cañero que tenía cada Comunidad de regantes de la galería, le avisaba que estaba yendo por las acequias que pasaban por el borde de su finca, unas veces de madrugada linterna en mano, como primero había sido con el farol de cristal que protegía a la vela de cera para que no fuera apagada por el viento y que aún se conservaba en mi casa.
   De paso destacar que los regantes de la zona y las comunidades de agua, tenían que arreglar periódicamente las acequias o atarjeas o "tajeas", por donde ésta discurría. El proceso de traslado del agua hasta el cantero llevaba implícito una pérdida importante de este preciado líquido, también la forma de riego de aquella época: riego por surco, donde al virar la entrada del agua desde la acequia a la huerta, (previo taponamiento lo más hermético posible para que no se pierda agua continuando acequia abajo) se conduce al agua por un surco más ancho que llamaban “el macho” y que rodeada toda la huerta y se subdividía en machos interiores por los cuartones en que se dividía el cantero, para ir “virando el agua” o sea abriendo el pequeño talud de tierra a comienzo da cada surco del cuartón y dando tiempo a que ésta recorriera y se acumulara en cierta cantidad a lo largo de él, para luego ágilmente cerrar nuevamente el surco y abrir el siguiente y así sucesivamente. Como es obvio imaginar este antiguo sistema de riego con su largo recorrido antes de llegar a cada planta, filtraba una gran cantidad de agua que se desperdiciaba, siendo su único benefactor las semillas de múltiples "malashierbas" que el viento traía al cultivo y que con esta humedad gratuita prosperarían dando más trabajo al agricultor.

(Foto que no se corresponde con nadie mencionado, solo ha sido tomada de internet por representar lo expuesto)
    En este siglo XXI una rama de estos antiguos comerciantes del agua manifestando el espíritu empresarial de la familia llevó a cabo una importante inversión mejorado la distribución y control de consumo con una red de tuberías controladas por contador a pie de finca de los interesados, con lo que ya en buena parte del municipio no se depende del día que el agua pase por la zona de la finca.
     También es importante que los escasos agricultores profesionales o aficionados vayan implantando sistemas de riego que depositen el agua a pie de cada planta, riego por goteo y eviten la pérdida de este costoso elemento.


     Vinculado a la actividad agraria surgieron tiendas entre ferretería / casa del agricultor, recuerdo como la principal la que atendía Eutimio, propiedad se su tío Fernando el de Aurora, también la de Luis Marrero ambas en la subida desde El Pino, esta última se hallaba anexa al molino de gofio de su hijo Mario, aquí creo recordar que iba por los pequeños cristales de las ventanas, cuando se nos rompía alguno o por los fondos para las sillas de madera cuando alguna se nos desfondaba; y a ambos lados de la plaza: La de Eusebio el de Dª Josefina, donde alguna vez fui por millo de semilla y la de Alfonso Ferrera, el poeta, a la que tengo la impresión que nunca fui a comprar nada, pero recuerdo verla con su mostrador y al señor, ya mayor, sentado en una silla; un poco más arriba de la plaza estaba la de Ricardo, que era amigo y consuegro de mi abuelo Rafael y había sido alcalde, que era más bien ferretería y venta de útiles o herramientas agrícolas pero destacaba por ser la tienda donde se adquiría las bombonas de gas butano, pues la mayoría había abandonado el fogón de leña o los infiernillos por la flamante cocinilla de gas, pues aunque el primero sacaba unos caldos con el rico sabor a la leña, sus tiznados calderos fueron cayendo en el olvido. Luego se incorporarían como representantes de abonos y plaguicidas mi tío Fermín, Máximo Pestano,...
   En la de Eutimio, mi padre compraba los abonos que por aquel entonces ya se conseguían en el pueblo: los citados nitro, el guano y el amoníaco,... plaguicidas naturales como el azufre en polvo para parrales y tomateras para evitar la proliferación del hongo, el mildiu de la parra o "ceniza de las parras· o el oídio de la tomatera "que no les cayera enfermedad". También empezaron a venderse en el pueblo los de origen químico, algunos agricultores se  resistieron a usarlo por su coste o por temor a su composición, pero otros vieron en estos productos nuevos, la posibilidad de lograr aumentar la producción y terminaron abandonando la saludable agricultura ecológica, sacrificándola en aras de la prosperidad económica que permitiera a los suyos una vivienda más digna y confortable, acceder a sus hijos a estudios secundarios, siendo los jóvenes de esta época los que abrieron una brecha muy importante en este sentido. También Eutimio les aportaba los útiles para el trabajo agrícola: manojo o madeja de rafia para amarrar tomatera o alzar las parras, alambre grueso o “verga” para arreglar los parrales, "la guataca" (azada o sacho), la regadera metálica con su agujerada flor ("el regador"), las tijeras de poda, rastrillos, picos, palas y herramientas caseras como, cuchillos, tijeras, martillos, tenazas, alicates, clavos de diversos tamaños, que en mi niñez era habitual tener en casa. También ahí compraba el millo de semilla, las plantitas de cebollino. En cambio las horquetas, cañas y palos para parrales o tomateras, mi padre se las encargaba a un señor de fuera que las traía en su camión, desconozco como hacían el contacto igual era a través de Eutimio.
manojo de rafia

Hoy mientras escribía esto, oímos la armónica del afilador, que parado por debajo de mi casa hacía sonar su vieja melodía, ¡me pareció un sueño!, después de tantos años y justo ahora que intentaba recordar estos tiempos, me asomé al balcón a ver si era cierto y efectivamente estaba allí de espaldas al mar, subido en su bicicleta, como sacado de aquellos tiempos, había un joven con su máquina afiladora en la parte delantera, pensé en las veces que de pequeña periódicamente oíamos esa melodía y mi madre salía con tijeras y cuchillos para que se las amolara.
   Los cultivos a los que mis padres se dedicaron fueron: tomatera, papas, uvas, coliflor, en un tiempo mi padre probó con la platanera pero no tuvo éxito, otra vez se dedicó a la obtención de semillas de cebolla “granos de cebollino”, recuerdo que iba al interior del barranco a aventar en una cernidera para aislar el pequeño grano del resto de la resecada flor. Otra vez hizo un cultivo de berenjenas. Finalmente cansado de la dureza y constancia que estas actividades suponían, plantó un número importante de guayaberos, recuerdo que un día que los acompañé, mientras subíamos la cuesta del Barranco de Yóquina, me dio un fruto pequeño de aquellos y me dijo con ilusión, ¡verás que esto nos va a ayudar! De hecho guardé aquel pequeño fruto y lo tuve muchísimos años hasta que por descuido se me humedeció y contaminó de hongos, pero sí, los árboles crecieron y dieron muchos frutos que se sumó a que la venta de un terreno de su padre para la construcción de la autovía del sur, hoy autopista, permitiéndole sacarse el permiso de conducir a sus cuarenta y ocho años y comprarse una furgoneta Ford con la que junto a mi madre, que era quien tenía las dotes y habilidades para vender, comenzaron a llevar su producción al Mercado de La Laguna, en muchas ocasiones les acompañó mi hermano antes de irse a su clase en la Universidad. Esto supuso un cambio favorable muy importante para la economía familiar, pues ya no estábamos sujetos al capricho y abuso del gangochero.
   Por recuerdo y homenaje al duro trabajo de mis padres, en un futuro capítulo, intentaré describir un poco su actividad agraria, en la finca conocida por El Portugués, pues luego tenían otros terrenos de los que solo atendían los antiguos árboles frutales, de los que había algún ejemplar de nisperero, ciruelero, peral, albaricoquero, higueras de higos mulatos, pencones para higos picos y uvas; las huertas próximas a mi casa destinadas pocas veces a batateras y muchas al millo como forraje para las cabras, que le tocaba a mi hermano ir a cortar, aunque el forraje principalmente lo traían mi padre en una ancha saca o mi madre, siempre recuerdo con mucho cariño el ramito de Flor de risco o lavandas que mi madre me traía en la parte más externa de su saco de hierba "enflorinado" y que yo ponía en una jarrita de mi casita de juguetes.
   En estas huertitas de al lado de mi casa mi madre,  a diferencia de la insatisfacción y rebeldía que mostraba mi padre con la injusta vida del agricultor,  con su actitud siempre positiva y entusiasta sembraba alguna semilla de calabaza o bubangos, cebollas,
ajos, hierbas aromáticas como perejil, hierbahuerto, medicinales como manzanilla, salvia, pasote; así como sus flores, en una época crisantemos para los fallecidos que por aquel entonces solo se llevaba en noviembre  luego  sembraría lluvias y rosales que se sumaban al vergel que era el patio de nuestra casa, pero todo esto le obligaba a ser su única responsable de este trabajo añadido.
   También poseían otras parcelas que se quedaron abandonados por ser de secano y estar muy aislados y donde habían frutales como algún castañero, nogal y guindero .


Siempre que veo flores de risco o lavandas en el campo, sonrío en mi interior con una
infinita dulzura recordando que eran las florecillas que mi madre me traía con tanto cariño.

Candelaria, a 28 de junio de 2016

Una matanza de cochino ("la muerte de cochino")

   
   La muerte de cochino
     Al calor de la casa de mi abuela Heliodora, hoy “la celebración de una muerte de cochino en Arafo”.
    Recuerdo con mucho cariño el calor con que mi abuela materna agasajaba a los suyos, día a día.Uno de los momentos más divertidos era la reunión familiar para celebrar la matanza del cochino.Ese día todos llegábamos desde temprano, mis tíos y tías, sus hijos y algún allegado familiar.
    Para los niños el día comenzaba jugando, pues no nos permitían pasar a la parte donde estaban los animales, para que no presenciáramos la parte más dura, la matanza en sí. Recuerdo que venía un señor del pueblo del que decían que mataba al cochino clavándole un puñal, luego los hombres de la familia abrían al animal y lo colgaban para desangrarlo (un familiar recogía la sangre para las morcillas, pues a mi abuela no le gustaban).
    Con un soplete quemaban los pelos del animal, hasta reducirlos a pequeños cañones.
   En una mesa de anchos tablones, dividían al animal en cuartos y comenzaban a limpiar la primera carne para asar.
   Mi abuela preparaba un mojo picón muy rico y dejaba dentro unas ramas de orégano con el que luego rociaban la carne, aunque en verdad esa carne tan fresca y sabrosa, asada a las brasas de la leña no precisaba ni mojo. Cuando nos llamaban porque salían los primeros platos de carne asada, ya teníamos la boca hecha agua de tanto esperarla. Recuerdo que mi madre nos la troceaba y nos llevaba pan, que rebañábamos en la grasita con mojo que soltaba la carne ¡era exquisita!.
   Otro de los momentos importantes era cuando mi abuela se ponía a hacer su famoso caldo de asadura, típico de mi pueblo, en el que los componentes principales son la asadura negra y blanca, o sea el hígado y el pulmón del cochino troceados, tocino y otras zonas de grasa del animal, garbanzos, azafrán, una fritura de cebollas, tomates, pimiento,… Y cuando el caldo haya hervido lo suficiente para ganar sabor, se le añaden unas papas grandes enteras y ya en el momento de servirlo se le acompaña de unas sopas de pan ( pan troceado en porciones finas y de unos 3cm. de largo). Mientras, nosotros esperábamos el momento en que mi abuelo Pepe nos limpiaba la vejiga urinaria del animal, la inflaba y ataba para convertirla en una pelota mágica que sustituía a nuestra vieja pelota de plástico y con la que jugaríamos hasta que se rompiera.
    Las mujeres y hombres de la familia seguían haciendo distintos preparativos con la carne: 1.- la carne de adobo, que se aderezaba con un mojo muy sabroso y luego se cocinaba a fuego lento y que en las tardes sucesivas mi abuela sacaba cubierta de manteca y nos la calentaba para que se derritiera  y entonces poder seguir disfrutando de su buena cocina.
    2.- los chicharrones que primero serían los hombres de la familia los que troceaban el tocino acompañado de banditas de carne y algunos llevaban la coraza de piel con resto de los cañones del pelo; luego mi abuela aderezaba y ponía en su fuego a leña, bajo su constante vigilancia hasta dejar en su punto ¡la verdad, han sido los mejores chicharrones que he comido!. La grasa procedente de su cocción se guardaba en una vasija de barro que ella llamaba orza, y al enfriarse se solidificaba y se convertiría en la manteca con la que muchas veces nos freiría papas.
     3.- Ya de tardecita, se hacían los chorizos, recuerdo que mi madre y mi tía ayudaban a rematar la limpieza de los intestinos o "tripas" del cochino que por la mañana los hombres de la familia habían limpiado, vaciando en un hoyo de la huerta o cantero las heces contenidas y afinando su limpieza introduciendo la manguera de agua a presión por uno de los extremos, luego fragmentaban en bandas de cerca de un metro y ponían en remojo dentro de un cubo o balde metálico con trozos de limón, Y por las tardes ellas perfeccionaban esa limpieza trabando una horquilla en las tripas y arrastrando los últimos restos de residuos de forma repetida. Posteriormente rellenaban con una masa que habían preparado a base de carne, tocino, sazonada con sal y especias como; pimentón, pimienta negra,…. Y a la que habían molido con su antiguo moledor o molino de carne; las recuerdo presionando con sus manos y al completarlo ataban hilos cada 8 o 10 cm, fraccionando la tripa en porciones.
Esta imagen no pertenece a mi familia, fue tomada de internet por ajustarse a lo descrito.
    4.-Al final de la tarde entre rondas de vaso de vino de la cosecha familiar, los hombres salaban el tocino o carne blanco así como los huesos con restos de carne y ambos servirían de acompañamiento de los caldos o guisos durante muchos meses del año. Aún recuerdo los bocadillos de tocino que algunas tardes mi tía nos preparaba, cortándolos en finas lonchas que en crudo acompañábamos al pan.
   Recordar este episodio familiar de aquella época, donde la economía de subsistencia era la base del sustento, me hace pensar que si bien la vida era dura, el calor que emanaba de esta necesitada convivencia ha irradiado en mi familia y es el origen de que más de cuarenta años después, nosotros, sus nietos con nuestras parejas, hijos/as, novias/os de éstos nos sigamos reuniendo casi mensualmente ya sea en la finca de uno, en la casa de otro o en un bar, para seguir manteniendo encendida la llama de nuestra familia.
Gracias madre (abuela), Gracias mamá, siempre estaréis en mi pensamiento y en mi corazón

25 de octubre de 2015
Mari Carmen Gil Hernández







Las ventas de mi pueblo: reflejo de la vida de sus moradores

Las ventas de mi pueblo
 (Arafo, 1968-1973)

   En los finales de la década de los años mil novecientos sesenta y principios de los setenta, mi pueblo, Arafo, contaba con gran número de ventas. En mi entorno se situaban unas cinco, tres de ellas más pintorescas por su sencillez, una un poco más grande, pues en los últimos momentos se dotó de un congelador mientras las otras tres a lo más que llegaron fue tener una nevera de estilo doméstico. Sin embargo, el último que abrió fue la gran innovación, pues tenía ya carácter de supermercado con autoservicio, con un frigorífico/expositor con su gran cristalera y la presencia de dos congeladores lo que le daba mayor prestancia, reduciéndose el mostrador a un pequeño espacio donde destacaba la primera máquina sumadora y a un lado en el suelo las cestas. También era novedoso que los artículos tenían delante su etiqueta con el precio. Ahí hacíamos la compra principal, pero los detalles pequeños seguíamos comprándolos en las pequeñas ventitas.      Como este último establecimiento se acerca más a lo que hoy estamos acostumbrados, y dado que no fue el más representativo de aquella época, me voy a limitar a la descripción de una de las más pequeñas.
   Me temo que la memoria de traicione y mezclaré la distribución de los productos de cualquiera de las otras, al igual que de algunas marcas puede que el nombre no sea del todo exacto, pero a groso modo es un reflejo de las ventitas de aquel entonces, a las que mi madre me mandaba a comprar y por ser la más próxima a mi casa elegiré la de Indalecia, aunque la llamábamos poniendo una “n” de más: Indalencia.

   "La venta de Indalecia" y luego de su hija Argelia (La foto no se corresponde y ha sido tomada de internet por su parecido).
El establecimiento era una pequeña habitación, supongo de unos 20 metros cuadrados, que presentaba dos puertas de acceso con sendas cortinas de la rígida y tupida cretona, la principal y más ancha, tras bajar un pequeño escalón o "chaplón" quedaba a escaso metro y medio del mostrador principal donde, cuando la altura ya te lo permitía, apeábamos nuestros brazos esperando el turno. Por la puerta lateral pequeña se accedía a un estrecho pasillo, que a modo de barra/mostrador tenía un tablón de madera, que servía de bar improvisado. Ahí se despachaba vino de la cosecha familiar o del comprado a un vecino, en algunos casos se acompañaba de un aperitivo casero o de unas sardinas en lata y pan. Esta parte de la venta tenía más asiduos en el horario de tarde, al regreso de los hombres de sus labores en el campo. De mañana, lo más, algún abuelo que los achaques de la edad no le permitían ese duro trabajo, pues la norma social de la época no permitía clientes femeninos.
   En el extremo de esta pseudobarra más cercano al mostrador, colocaba el cartón de huevos que por su condición delicada no acompañaba de otros productos. Mi madre nunca compraba huevos aquí porque procedían de la granja que por ese entonces les estaba permitido cohabitar en casco del pueblo, pues ella decía que eran alimentados con esos piensos en los que "cualquiera sabía lo que le pondrían". Teníamos algunas gallinas en un corralito o goro en la parte trasera de mi casa y cuando éstas se “desponían” me mandaba a casa de las vecinas, Nieves, Marta, Cristina, que solían tener un gallinero mayor, pues todas presumían de alimentarlas de forma natural con hierbas, granos de millos y restos de las comidas familiares como papas guisadas, pieles de frutas o de verduras.
   Destacaba en la venta su escasez de luz, en parte por no tener ventanas y agudizada por la opaca cretona, lo que obligaba a tener la bombilla del techo casi siempre encendida. Ésta al principio la recuerdo coronada de una tulipa blanca que se me antoja metálica, pero que con el tiempo fue eliminada dejando sola a la desprotegida bombilla.
   Recordando la bombilla, me viene la presencia de un alambre metálico situado en lo alto, como a un metro sobre el mostrador. Éste atravesaba la venta por todo el frente, de pared a pared y de él pendían unos retorcidos anclajes del mismo alambre, que servían para sujetar múltiples manillas de plátanos y alguna barra de salami o salchichón envuelto en su papel a resguardo de las moscas y sujeto por el cordel que tenía en el extremo, también le acompañaban las ristras de chorizo perro.
   El mostrador era de madera, pintado en un tiempo de verde claro y luego de azul por el frente. En él destacaba un pequeño cristal que dejaba ver los botes de pastillas, recuerdo las blancas que llamábamos de leche de burra, luego vinieron de goma que más adelante tomaron formas de animales. Pese a las pocas exigencias sanitarias de la época si recuerdo que para cogerlas utilizaba una minúscula servilleta y más adelante unas pinzas y nos las iba colocando en aquel papel de empaquetar que era de color gris al que popularmente llamaban “papel vaso”, los chupetes y chicles Bazooka que llevaban un envoltorio interno con una historieta/chiste de Bazoka Joe y su pandilla.


A los lados de esa zona, debía haber algún estante desde donde la señora sacaba una cajita de madera con las monedas de una peseta, medio duro,un  duro, cinco duros, diez duros y en algún tiempo también perras, para devolvernos el cambio. También de ahí debajo sacaba una caja de cartón donde guardaba los botitos de los optalidones, los finos tubos de aspirinas, que se vendían por unidades de pastillas “por suelto”, las cajitas de esperadrapo, el algodón también llamado  "guata", palabra hoy en desuso,… En el caso de mi familia nunca los comprábamos ahí, sino el envase completo en la farmacia del pueblo. Se me ocurre que el mancebo, amigo de mi padre, le hablaría del rigor en la conservación y lo tendría convencido.
De igual modo de ahí debajo salían las cajetillas de cigarros negros, con marcas canarias como Record, Rex, Kruger otros como Coronas y ya con menor venta los rubios Chesterfield que fue los que fumó mi padre de joven, Winston, L&M, Lark..., que en aquellos tiempos se podían dispensar a los niños para que lo llevasen a sus familiares varones, pues socialmente estaba castigado que las mujeres fumasen.
Delante de esta zona y apoyado en el suelo estaba el saco del pan, saco de papel donde estuvo la harina de trigo que usó el panadero, este producto gozaba de gran reputación en la isla, hasta el punto que por aquellos años se hizo famoso un piropo que aún los más maduritos recordamos y que decía “Estás más buena que el pan de Arafo”. En esta época habían unas seis panaderías, algunas eran panaderías/dulcerías. Hago un inciso para recordar entre las panaderías la de Conchilla la de Nievillas, Auxiliadora/Maruquita, Aresio/Nieves, Valentín el de Cabillo, Constante y los de la Hidalga. Y en dulcerías, mi pueblo también gozaban de gran valoración en  el mercado capitalino y especialmente en nuestra Comarca del Sureste insular, pues no hubo boda ni banquete que no llevara los afamados dulces del pueblo, recuerdo la de Conchilla la panadera, la de Justa, Macrelia,...  Hecho el inciso, decir que nuestros panaderos repartían por las casas y por las ventas. A mi casa venía Conchilla la de Nievillas, con su cesta a la cabeza, apoyada en un ruedo de tela que le protegía del rozamiento, aquella cesta tapada con su pañito blanco con cuadros en azul, dejaba pasar ese olor a pan de leña recién sacado del horno que hoy echo de menos. En una época, mi madre los días que estaba al campo, le dejaba colgada la talega en el tirador de la puerta y la panadera le dejaba allí el pan, pero luego vio más apropiado no dejarlo al sol y pasamos a reservarlo en la venta.
 La parte superior de mostrador tenía color madera antigua, a lo sumo pudo tener alguna vez una capa de barniz. Sobre él se hallaba la antigua báscula o "pesa" y en un extremo, una caja dividida en pequeñas gavetas en la primera estaban las madejas para bordar, el rollito de elástico para enjaretar por los dobladillos de la ropa interior (enjaretar palabra en desuso ligado al abandono de esta actividad) y los paquetitos de cinta negra o blanca para bolso de pan, funda de almohadas; las papelinas donde, en ordenadas filas, se sujetaban agujas y alfileres; los “canutos” o bovinas o sea los pequeños carretes de hilo o sedalinas de diversos colores, con las que nuestras madres reparaban y alargaban la vida de la vestimenta familiar que habían sido confeccionadas por las costureras del pueblo. Recuerdo las que frecuentaba con mi madre, principalmente por las fechas de las Fiesta principal: Conchita y Amparo las de Rogelio, mi tía Carmen... A su vez Luisa y Esmirna, ambas en el Barrero de abajo, que hacía pantalones de hombre basándose en el que se le llevaba de modelo, y así evitando que los hombres pasaran a probarse. En realidad todas nuestras madres sabían algo de estos quehaceres pues bordaban su ajuar antes de casarse, por cierto me viene a la memoria que destacaban a Berna y la palmera porque sabían bordar a máquina; pero de forma general a muchas mujeres en su juventud se les enviaba a clase de corte y confección, aunque solo algunas llegaban a ser verdaderas costurera. Mi madre me contaba que ella aprendió con África  y de hecho confeccionaba las camisas de trabajo para mi padre, aún la recuerdo cociendo por la noche sentada a la orilla de la cama y yo vigilándola porque rendida del doble trabajo del día, daba cabezadas y me daba mucho miedo que se le clavase la tan temida aguja, si yo no la despertaba.

Estos oficios fueron desapareciendo, pues el desarrollo industrial ha traído una gran producción textil a precios asequibles, con la que no podían competir.

 Pegado a los hilos, en  un lateral de esa caja se apoyaba el cuadernos que formaba las hojas de recortables con aquellas muñecas a las que le colocábamos coloridos vestidos de papel que se sujetaban con sus pestañas blancas.Y al otro lado, entongadas, las libretas azules: de cuadros, de una o de dos rayas, le acompañaban unas cajitas de cartón con los “creyones” o lápices de colores, la cajita de las gomas, de las que aún conservo su aroma, los lápices, los bolígrafos, siendo novedad los que contenían cinco minas de distintos colores.


   En la parte interior, la pared lateral derecha y la del fondo estaban cubiertas por unas estanterías de madera en las que se disponían de forma ordenada los limitados productos que dispensaban. A mi memoria asoman las latas de leche condensada de las que tenían hasta tres marcas: Campo Verde, La Lechera y las Cuatro vacas, pronto le acompañarían las bolsas de leche en polvo recuerdo marcas como Lita,  y la Millac que aún se mantiene en el mercado y que por entonces la representaban primero un niño y una niña negros, ella con dos cortas trencitas, luego se cambió por dos niños  uno negro y otro blanco que con una pajita o cañita  sorbían leche de un vaso. A esta marca mi abuela la llamaba la leche de los negritos supongo que porque primeramente ellos la representaban y también porque los curas solicitaban limosnas diciendo que era para enviar leche en polvo a los negritos de África que desde mi niñez han estado azotado por las sequías y el hambre, recibiendo solo limosna en lugar de verdadera ayuda de esa Europa que les desvalijó.

   El consumo de estos productos lácteos se imponía en las fechas en que las cabras del ganado doméstico estaban preñadas, reduciéndose su uso cuando parían y había leche nueva.
   Convivían por esa zona  las pastas de fideos de la marca Isleña y Saula, que al principio también se vendía a granel, en rollos grandes que luego mi madre troceaba antes de echarlos al caldero; le seguían los paquetes de café en grano: Carioca, Caracol, Caracolillo;  esto me recuerda cuando algún familiar venía de Venezuela y traía de regalo un paquete de café crudo que luego mi madre tostaba; El estante se completaba con las cajitas de madera con el dulce guayaba de la marca "Conchita", que cuando me ponía enferma, mi madre me traía con galletas o pan y que a mi me resultaba muy dulzón y me lo comía a regañadientes; le seguían las latas de jugos marca La Verja, que igual recuerdo me traen, demasiado dulzón y éstas solo aparecían en casa para aliviar la enfermedad, lo imagio recomendación del médico; También ocupaban esta zona las tabletas de chocolate La Candelaria, aún en el mercado, que a mi madre tanto le gustaban ya fuera comiendo una jícara con pan, costumbre que transmitió a mis hijos muchos años después (Jícara de chocolate: palabra en desuso y con la que se denomina cada porción en que se divide la tableta de chocolate) o haciéndolo a la taza. Le seguían las latas de atún y sardinas de cuyas marcas me quiere sonar: Regia, luego Eureka, Isabel...,latas de arvejas. Sin embargo el arroz se vendía a granel y luego empezarían a venir en pequeños saquitos, en cajas de cartón o posteriormente en bolsas al igual que  las lentejas ambos venían en sacos y hacían su recorrido desde el lugar de origen sin protección impermeable, te despachaban las cantidad solicitada y las envolvían en el papel vaso. En el caso de las lentejas luego en casa había que vaciarlas en la mesa para examinarlas antes de cocinar y quitarle las pequeñas piedritas que venían mezcladas con el grano.




Separados de los productos alimenticios, las barras de jabón: el azul que se podía comprar por porciones y que era de usos múltiples, luego vinieron los especiales para fregar: pastillas de la marca Detespum y el Flota que venía en formato circular, las cajas de estropajos de brillo y de verguilla y colgados de un clavo bajaban por la tablilla de la estantería una cadena de estropajos de esparto unidos por un cordón cuyo nudo se hacía y deshacía cada vez que alguien solicitaba una unidad.
   También estaban los especializados para la ropa, de color marrón claro: marca El Lagarto y Pucho. Cerca de ellos las cajas de polvos para lavar: el Nuevo Surf que contenía pequeños juguetes de goma dura y los que recuerdo eran guerreros que pasaban a la colección de mi hermano, pero en la tapa superior traían unas estrellas pintadas que se reunían para canjear por utensilios domésticos en casa de Sergita. De este mismo sector eran las bolsitas de Rol, de Nieve que a veces traían de regalo una traba o pinza de la ropa. En esta zona  a mi vista resaltaban las pastillas de añil, envueltas en aquel papelito a rayas blanco y azul que tanto me gustaba, que luego nuestras madres pasaban a un trozo de tela y anudaban bien, para utilizarlo cada vez que lavaban la ropa blanca, pues en el último aclarado se mojaba la pastilla en el el gran cubo de agua o “baño de lavar” y en esa agua anilada se sumergía la ropa blanca para que tomara ese color azulado que reflejaba una limpieza perfecta por la que competían nuestras madres en las liñas de la ropa de cada azotea. Siempre me llamó la atención lo que se  esmeraba mi madre en sus tendidos, los iba ordenando por tamaños, a su vez separaba la blanca de la de color y esta última la ordenaba gradualmente por tonalidades más próximas, ¡Una obra de arte!. 
   Esto me trae al pensamiento la dura vida de nuestras madres que alargaban el día de trabajo para poder atender a tantos menesteres: tras poner las ropas en remojo, las frotaban en la pila o tanquilla de lavar, las aclaraban, anilaban y torcían a mano las largas sábanas, toallas o las pesadas mantas....Y peor nuestras abuelas que tenían que llevarlas a los lavaderos públicos por no estar la red de distribución del agua potable. 
    Terminaba esta franja con la columna de productos para el aseo personal: jaboncillos aún en el mercado como: Lux, Heno de Pravia, Palmolive, Camay…los pequeños envases de champoo, una bolsita de plástico resistente en forma de cuadradito de 4 cm de lado, los venían de mora, menta y de huevo que se abrían cortándoles uno de los vértices. Le acompañaban las papeletas con las filas de trabas negras del pelo o de horquillas con la que mi abuela se recogía el pelo, formando un rollito o moño que en muchas ocasiones ocultaba su pañuelo negro.

En esta sesión también pequeños botitos de colonia como el de la marca Heno de Pravia y posteriormente la de hombre, la conocida Varon Dandi. Igualmente tenía su lugar los botitos de brillantina, algo parecido a la gomina de hoy en día.
Igualmente en este sector estaban los útiles para el afeitado masculino: maquinilla manual permanente, hojilla desechable que tal vez por su agudo corte venían protegidas con doble envoltura, por fuera de papel blanco con la marca "Guillette" en letras en azul, marca aún en el mercado, y por dentro de papel de seda blanco; las brochas para enjabonar y el jabón de afeitar. Me viene a la memoria yo niña observando a mi padre cuando se enjabonaba la cara y tensando la piel comenzaba a pasar la maquinilla. Luego se le sumaría el Floid para después del afeitado, que fue uno de los regalos típicos para el cumpleaños del padre.
 En aquella época de obligado recato femenino, aún no se había incorporado la  depilación de axilas y piernas.
Barra de jabón de afeitar
Brocha para el afeitado
Fueron novedosos los primeros desodorantes de barra (roll on) como el de la marca tulipán que aún se ve en los mercados. Muchos de estos productos pasaron a la ventita, pero en un principio se vendían en lo que yo llamaría hoy estanco, propiedad de Mina y Pepa o en la venta de ropa de Palanda, esta última si mantuvo en exclusiva la venta a granel de la laca de pelo que usaban nuestras madres, para lo que llevábamos el botito difusor, así como el  pulibril para reparar la madera de los muebles, que dicho sea de paso eran obra artesana de nuestros carpinteros locales. Recuerdo a Efraín, Maestro Domingo, José Daniel, Marcelino,  hoy profesión casi extinguida, pues cada época ha de adaptarse a su desarrollo económico más ventajoso y estos oficios artesanos no pueden competir con el mercado que trae del exterior muebles de producción industrial, pero que nos hacen tan dependientes de que el transporte marítimo y aéreo no falle.


Cerca de esta zona perfumada, tenían su espacio las pequeñas latas de betún, que se aplicaban a los zapatos por medio de un cepillito y al final se frotaban con un trozo de tela para dejarlos brillantes. Junto a los anteriores una pila de lonas de goma, de tela blanca para hombres y de tela negra con cinta que se sujetaba entrecruzada a lo largo de la pierna o las de color azul, ambas para las mujeres. Al lado las bolsas con los guantes de goma, para proteger las manos de las manchas que dejaba la faena agrícola y que diferenciaba a las que no necesitaban trabajar fuera del hogar y por tanto era más afortunadas, de las que si lo necesitaban, pues estas últimas tenían doble jornada y sin retribución ninguna.
   Delante de éstos colgaban de un clavo aquellas pamelas de rafia o palma que con su cinta azul sujetaban nuestras mujeres para protegerse del sol en sus faenas en el campo, en ese entonces estar moreno no tenía buena consideración social, no provenía de ir a la playa sino de trabajar duramente. Me viene a la memoria que mi madre siempre le cambiaba esa cinta azul y la sustituía por una de color negro.
   En un extremo de la estantería lateral estaba la gran lata de pimentón (el pimiento molido) del que la sra. extraía con una palita o cuchara, la cantidad correspondiente al dinero que el comprador pretendía invertir en ello, y que ella iba depositando en un trozo del socorrido papel vaso. Lo más que me gustaba era las curiosas dobleces que le hacía la ventera con el fin de que el envoltorio quedara lo más hermético posible y no se derramara  y lo terminaba en una lengüeta triangular.
Próximo al pimentón los paquetitos de azafranes y colorantes “Carmencita”. Cerca de estos los paquetes individuales de Galletas Ring Ring con el enanito pintado en el envase o la lata de galletas a granel, depósito que luego usaban mi abuela y mi madre para guardar el gofio, mezcla de trigo y millo tostados en casa y removidos con el remejequero y que luego llevábamos primero al molino de Fidelina y José y al cierre de éste  a otro de los existentes, el  de Alfonso y Paula, aunque también estaba el molino de gofio de Mario.
En lugar protegido, la mantequillera con su plato y tapa, que solía guardar medio paquete de margarina La Niña. Y lo propio para el trozo de queso blanco que unas veces era del elaborado por el cabrero y otra por alguna de las vecinas debido a que sus cabras recién paridas le proporcionaban más leche de la que consumían en casa, en esa época sin inspección sanitaria.
   En esa parte interior del local próximo a esas estanterías, sobre unas tablillas, en el suelo, había cajas de algunas frutas y verduras. A diferencia de hoy en día, en esa época la agricultura era una fuente importante de la economía familiar por lo que muchas familias cosechaban al menos para el autoconsuno y tenían siempre algún árbol frutal, adaptando la dieta a los productos de temporada. De igual forma nunca se vendían papas en las ventas pues prácticamente todas las familias las cosechaban y el que no, le compraba un saco a algún vecino.
   En esa zona destacaba también la caja del pescado salado, por ser un producto de gran consumo y que se superaba cuando llegaba la dura Semana Santa, donde las autoridades religiosas imponían ayuno mañanero a nuestras madres, consumo de pescado al estar prohibido la carne de animal terrestre, que en la radio solo se escuchase música sacra y que a ruego de las mujeres de la familia, los niños no alterásemos mucho con nuestros juego infantiles.
  Próximo al pescado estaba el bidoncito de madera con las sardinas saladas rígidamente colocadas en círculo y que se vendía al granel, más tarde vinieron en bolsa azul con cierre hermético. El pescado fresco lo traían, caminado barranco arriba, las pescaderas de Candelaria que a cambio del trueque por nuestras frutas y verduras, nos dejaban un exquisito pescado: conejos, fulas, congrios, chicharros, sardinas, bogas., que servía de "conduto" a las tan recurridas papas guisadas o para una buena cazuela de pescado. Luego fueron " los coches del pescado" los que con su altavoz pasaban por las calles y se paraban en un punto a donde acudían las vecinas a comprar el pescado traído de la Dársena de Sta. Cruz. Hoy en día se mantiene alguno de estos coches pero ya acondicionado para que el producto esté refrigerado, a pesar de que se hace uso de pescados  congelados y que hasta los pueblos han llegado los hipermercados que venden pescado fresco.
 Otra caja era ocupada por los cuadraditos o "penca de tocino salado" de procedencia de la matanza o "muerte de cochino" de algún vecino, y que servían para obtener el aceite con que aderezar el cocido o de acompañamiento ya fuese en escaldón o sola,  pues la carne aunque no se consumía con mucha frecuencia se obtenía de la lenta producción del ganado familiar para autoconsumo: conejos, pollos, gallinas, baifos y cabras e incluso se hacían caldo de pichón de paloma principalmente para cuando los niños estábamos enfermos,  y  con menor  frecuencia también cochinos pues éstos suponían mucho trabajo. Algunas familias vendían parte de esta producción, principalmente cuartos del cochino aunque también del resto, pues todos debíamos festejar con ricos salmorejos de conejo, sopas de caldo gallina o carne de cochino asada, las Fiestas de guardar que la imposición eclesiástica determinaba.


Próximo a ellos estuvo primero la caja de botellas de cristal que contenían el aceite la “estrella azul”, que creo no era de oliva , también algunas ventas vendían el aceite a granel, pero mi familia pasó pronto a la distinguida aceite de oliva en latas, recuerdo marcas como la Giralda, Betis  u otras aún presentes en el mercado como La Fragata, Carbonel...




Frente a éstas cohabitaban las humildes botellas de aceite de otras semillas (girasol, cacahuetes..), recuerdo la que popularmente llamaban de la crucita o de la cruz amarilla y que mi abuela, adoctrinada en aquella dura época de la dictadura y el catolicismo, solo usaba para encender su lucita de algodón o del pabilo en la cruceta, en honor a los santos que, a modo de altar, ocupaban una mesa en su sala y que eran acompañados periódicamente por la capilla ambulante con la imagen de la Auxiliadora.
  Delante se situaba la garrafa de las aceitunas, se dispensaban improvisando, con el papel vaso, un “cucurucho” o cono invertido, que llenaban con un pequeño cucharon/colador que en ese momento emanaba de la ancha boca del botellón y cuando ésta fuera taponada, lo dejarían colgado de una de las asas. Para mi eran una auténtica delicia, aún recuerdo con nostalgia lo ricas que me resultan esas aceitunas, hasta el punto que a veces cuando íbamos al Cine de mi pueblo, mis amigas y yo en el descanso salíamos a la ventita que se situaba en frente, que era una de las tres pintorescas que se situaban próximas a mi casa, y comprábamos cartuchos de aceitunas en lugar de las golosinas de la cantina del cine o del "carrito de golosinas" de la cercana plaza.
  En el lado derecho del mostrador se hallaba el saco de tela blanco con el azúcar, pues ésta también se vendía a granel y se empaquetaban en unos “cartuchos” de papel marrón, pues la invasión del plástico no había llegado. Una vez más mi ventera mostraba sus habilidades a la hora de cerrar el cartucho con aquellas dobleces rematadas por los extremos con una doblez hacia el interior. Estos cartuchos eran muy valorados y se doblaban y guardaban para el uso familiar ante la falta de envases y bolsas.
  Mi madre nunca compraba azúcar en la venta, ella adquiría uno de esos sacos en un salón de venta al por mayor "El salón de Roberto", que había próximo a la plaza de mi pueblo y que repartía por las casas con su furgoneta.
En cuanto a las medidas higiénico/sanitarias el saco de tela no tenía otro material protector que evitara que el alimento se contaminara o humedeciera a través de esa tela, tras su larga travesía en las bodegas de los barcos y posterior traslado, en cambio en casa si se le protegía de la humedad poniendo un papel en el suelo. Con la invención del plástico se ganó en protección e higiene de los alimentos, e incluso con envasado al vacío, aunque por otro lado el exceso  de uso del mismo y su lenta degradación ha contribuido a la masificación de basuras e incluso a la contaminación de los mares produciendo muerte de peces y tortugas por asfixia, motivado por la falta de sensibilidad humana a controlar el uso y reciclar, pero deseo creer que empieza a aflorar la consciencia de que ese daño se vuelve contra nosotros y eso motive a todos colaborar en su uso racional .
 En esa época de escasez,  mi madre ponía esa tela en remojo con agua y lejía para que blanquease y se borraran las letras rojas y la dejaba reluciente para reutilizarla confeccionando las talegas de la compra y la específica talega del pan, a las que decoraba con bordados con hilo de color.
Frente al vértice que unían las dos zonas de mostradores se encontraban los complementos a la hierba y plantas forrajeras de la dieta del ganado doméstico: los sacos de millo, afrecho, el envase era de tela de pita, elaborados con fibra de las piteras y posteriormente apareció el pienso en grano y molido, en bolsas de papel de varias capas y que era muy resistente. El pienso era una mezcla diversa de componentes y con hormonas que facilitaban, a los que aceptaron ser sus usuarios, el engorde poco natural del hasta entonces ecológico ganado doméstico. 
Estos productos del ganado también se vendían a granel, pero exigía llevar desde casa la talega de tela correspondiente, lo que nos recuerda que esta fórmula, por un lado significaba el interminable trabajo de las mujeres que confeccionaban ésto y tantas otras cosas, por otro lado ayudaba a acumular menos basura, a gastar menos materiales, pues el único gasto que ocasionaban era su lavado periódico y su uso se prolongaba en el tiempo, pues finalmente se reutilizaba como paño para la limpieza.
Una vez más me planteo el tiempo que se invertía en solo preparar el sustento diario, pues tener ganado doméstico suponía buscar forraje para los animales, distribuirlo en sus comederos, a los hombres les tocaba limpiar los habitáculos o "goros" que eran dignamente espaciosos frente al hacinamiento de las granjas. Todo esto era un trabajo añadido para los miembros de la familia, de ahí que yo recuerdo a mi madre aún con sus treinta y tantos, siempre muy ocupada, pero era la manera de tomar huevos, carne, leche y derivados sin gran coste económico, pues su valor ecológico de alimentación sana en muchas casas, con el uso de los piensos, ya dejaba mucho que desear
Este modelo de vida, en décadas posteriores, hasta en los pueblos, fue haciéndose incompatible con  los nuevos oficios y ha ido siendo derrotada por la ganadería industrial de fuera de las islas, importándose carnes y leches desde cualquier lugar del planeta. 
La esquina con los sacos también servían para sentarse los abuelos mientras degustaban su vasito de vino.
Próximo a los sacos, daban un toque de modernidad unas cajas de La Casera, gaseosa que comprábamos en contadas ocasiones, así como la caja de madera con los envases de Cerveza Dorada CCC, luego la Más y la Tropical, envases todos ellos obligatoriamente reciclables si querías volver a llevar el producto, pues de no ser así pagabas un extra por el mismo. En cambio el vino era otro de los productos de producción familiar, pues la mayoría de los vecinos sembraba en el borde de las huertas o canteros, una carrera de parras y siempre dejaban parte de la uva para "encerrar el vino" necesarios para mojos, salsas o bebidas de nuestros familiares principalmente masculinos, aunque bajo el resguardo de la casa, nuestras mujeres podían tomarse un vasito con la comida. De igual forma era casero el vinagre procedente de estos vinos. 
En el caso de Indalecia se justifica que la ventita vendiera vino pues hacía de pseudobar y nuestros hombres sí que lo tomaban en los bares del pueblo o en la bodega de los amigos en sus horas de ocio. 
Al fondo del estrecho pasillo del improvisado bar destacaban unas cajas en el suelo, una con la lejía Taoro en sus botellas de cristal marrón y en las otras el zotal, el perfumado como primer producto para limpieza de suelos y baños que llegó a nuestras ventas y el negro como desinfectante en la zona del ganado .
También en ese lugar apartado estaba la botellita de flit, el insecticida que luego en casa vaciabas en su "aparato para el flit" que funcionaba con un émbolo para dispersarlo por la habitación. Afortunadamente mi madre no soportaba ese olor y nunca en mi casa lo sufrimos, ella expulsaba las moscas que se le colaban en las habitaciones persiguiéndolas con un paño hasta llevarlas a la puerta o la ventana abierta y cerrando de inmediato.
Detrás de estas cajas y apoyadas en la esquina, destacaban las escobas de palma con
mango de caña, que luego fueron superadas por los escobillones de fibra, y en el suelo, los cepillos para frotar los pisos de madera o los paños especiales para fregar el piso de mozaico, duro trabajo que obligaba a nuestras madres a arrodillarse en el suelo y con el cubo de agua al lado ir limpiando y rehumedeciendo el duro cepillo o el paño. 
Luego se inventó el haragán, con un mango de palo que acababa en una tablilla en la que colocar el paño a su alrededor, lo que permitía hacer el trabajo de pie, con el tiempo se inventaría la fregona o mocho.
Otra curiosidad 
   Al final de la compra era llamativo como hacían la cuenta, iban anotando los precios de cada artículo en el famoso papel vaso y hacían gigantescas sumas sin error, demostrando una gran capacidad para el cálculo mental. De igual forma asombraba que a pesar de que los productos no tenían etiqueta con el precio delante, éstos estaban en la memoria de la ventera, y rara vez te cobraba distinto, lo que hablaba de su fiabilidad.
   También se puso de moda el programa de la "Carabana de la simpatía" que a través de la radio comunicaban en que pueblo iban a estar esa semana y los vecinos esa mañana estaban atentos a ver en que calle paraban pues los encargados del programa  tocaban en la puerta de las casas y la dueña tenía que presentar los productos que tenían  de las marcas colaboradoras en el programa y dependiendo de cada empresa, cada producto tenía un determinado premio en  metálico; recuerdo que una vez le tocó a mi madre y llegó a conseguir 1000 pesetas. Siempre hubo algún familiar que si se enteraba de la calle donde habían parado, se acercaba a llevar a escondidas lo que ella tenía de esas marcas exigidas.
  Volviendo a nuestras ventitas, decir que a pesar de la sencillez, tenían un poquito de todo lo más necesario para la subsistencia y destacaba la pulcritud que tanto establecimiento como dependienta transmitían.
   Con la aparición del frigorífico tipo familiar, el queso, la mantequilla, los salchichones y chorizos pasaron a mejor conservación, y hasta nuestra ventera llegó a hacer polos de Coca-Cola y Fanta en las cubetas del pequeño congelador que había en la parte superior del frigorífico y les ponía un palillo higiénico como mango.
   Dado que he recordado a los protagonistas de otros oficios aquí mencionados, intentaré hacer un recordatorio de que otras ventas habían por aquel entonces, a riesgo de olvidar alguna: las próximas a mi casa en el Barrero: Indalecia, Rosalía, Evarista y por el otro extremo Nilo/Candelaria y El supermercado de Aníbal, luego Maruca la de la lonja; cerca de casa de mi abuela, en la Morra: Sira, Antonio y Lola/Luis, recuerdo que por las tardes mientras jugaba, mi abuela me llamaba para que le fuera a hacer  "los mandados" pero el problema es que me decía de ir a cada uno de ellos por dos o tres cositas, y una vez que me atreví a protestarle y decirle que esta vez me lo dijera todo junto y lo compraba en una de las ventas, me dijo que no, que había que ayudarlos a todos "porque todos tenían que vivir" ,eran tiempos solidarios o por lo menos mi abuela lo era. Volviendo a la relación de ventas, por la plaza: Frasquita la de Amilcar, Néstor/Efigenia, Paco; por el Lomo Elba, Carmela y luego Teresa; por el Aserradero Pedro/Teresa y Luisa; En la Cruz del Valle: Rosa/Florencio ("el de Lucio") por el Barrio del Carmen: Elba y Sito y María La Flora, más próxima al Rincón y la Madriguera.
   Otras tiendas con carácter de estanco: las mencionadas Pepa y Mina, Sergita y Mª de los Ángeles la de Polo que también ejerció de primera librería. De ropa: la mencionada Palanda, Carmela la de Pepe y la tienda de Miguel, un tiempo la de Tita en la Calle Nueva, más tarde se sumaría Isabelita. De tiendas de zapatos la única fue Adolfo, aunque también ejercía de zapatero remendón, oficio al que también se dedicaban Luis, Nicolás  y Andrés, encargándose todos ellos de alargar la pervivencia de nuestro calzado e incluso de fabricar zapatos para los que no conseguían número, pues contaban con un molde para ello. Esta actividad también ha sufrido la reconversión industrial y hoy a modo de taller reparador solo los hallamos en los municipios vecinos. 
   No obstante, a pesar de contar con estos pequeños comercios para la compra de ropa y calzados también solíamos acudir al vecino municipio de Güímar que al ser mayor tenía mas variedad y mejores precios. Y era ahí, concretamente en casa de Baltazar, donde mi madre compraba los útiles de la cocina que iba necesitando: platos, bandejas, calderos, ... no recuerdo si es que en ninguna de las tiendas de Arafo lo había o si ella tenía otras razones para ello. También había que ir a Güímar, a casa de Margarita, por los botones y cremalleras para el vestido que nos hacía la costurera. Aunque recuerdo que a mi me compraron muchos vestiditos hechos, en la tienda  "Modas Marisa"de Güímar.
   Me viene la memoria que por el pueblo venían los coches de  "El baratillo"  que con al sonido de su pita y del anuncio que hacía la acompañante, obligaba a las vecinas a asomarse a ver que traían, era especialmente de ropa: sábanas, colchas, mantas....
   Pero las protagonistas diarias de la subsistencia del pueblo eran las ventas de
comestibles y demás productos del día a día, y a pesar de la pequeña modernización que fueron sufriendo, siempre conservaron ese ambiente familiar, cercano, de confidencias entre las vecinas, pues era muy raro que los hombres hicieran la compra, o  charlas con la ventera que al final era la que mejor conocía la vida del vecindario. En detrimento de este lado humano y afectuoso también hay que admitir que en la venta surgían comentarios e intromisiones en la vida de los demás con carácter malicioso, de ahí el temor que todos teníamos en aquella sociedad amedrentada por el fascismo, la doctrina y la falsa moral, de que nuestros actos estarían sometidos ineludiblemente al “qué dirán".
   Una vez más me he sentido muy feliz de escribir notas como éstas,  pues me ha servido de motivación para recordar y reflexionar sobre algunos aspectos de nuestra existencia de hace más de cuarenta años, porque aún con las dificultades de aquel entonces, es nuestra vida, la que compartimos con nuestros seres queridos: los abuelos, padres, hermanos, tíos, primos, amigos de la niñez y al estar unido a su amado recuerdo la agarramos y a veces sobrevaloramos con la intensa fuerza del cariño y la nostalgia.

En Candelaria a 29 de mayo de 2016

Mari Carmen Gil Hdez.