En aquella época lo habitual era que la mayoría de las familias tuviésemos algo de ganado doméstico. (1968-1973)
GALLINAS:
El poco trabajo que ocasionaban las convertía en miembro de derecho de todas las familias, incluso las menos dada a estas ocupaciones. Tanto en mi casa como en la de mi abuela ocupaban un espacio holgado frente al hacinamiento de la granja, en la de ella ocupaban un trozo de cantero que fue rodeado por una tela metálica, dejando dentro los pencones de higos picos que allí estaban plantados y que serían el lugar donde, al acabar la luz del día, las gallinas irían a dormir. El cantero les permitía hurgar en la tierra con sus ávidas pata y picotear las lombrices o insectos que por allí se ocultaban, por tanto eran auténticas gallinas camperas. En casa se acostaban en los palos que se sujetaban en un extremo en la tela metálica y por el otro entre las piedras de la pared que sirvió de apoyo para construir el habitáculo.
Todo gallinero debía estar provisto de su correspondiente nidal, pues a modo de nido natural las gallinas pondrían en él sus huevos. Éste se hacía colocando una caja de madera desprovista de una de sus paredes y rellena de pinocha o “pinocho”, como le decíamos nosotros, cuya misión era evitar que los huevos se rompieran. A pesar de ello las de mi abuela por su talante camperas, ignoraban los nidales dejando sus huevos en el suelo, entre los pencones, que recuerdo recorrer para que no se nos escapara ninguno. Estos pencones daban jugosos higos picos que ella cogía con aquellas grandes tenazas de madera que llamábamos las "tarascas".
El poco trabajo que ocasionaban las convertía en miembro de derecho de todas las familias, incluso las menos dada a estas ocupaciones. Tanto en mi casa como en la de mi abuela ocupaban un espacio holgado frente al hacinamiento de la granja, en la de ella ocupaban un trozo de cantero que fue rodeado por una tela metálica, dejando dentro los pencones de higos picos que allí estaban plantados y que serían el lugar donde, al acabar la luz del día, las gallinas irían a dormir. El cantero les permitía hurgar en la tierra con sus ávidas pata y picotear las lombrices o insectos que por allí se ocultaban, por tanto eran auténticas gallinas camperas. En casa se acostaban en los palos que se sujetaban en un extremo en la tela metálica y por el otro entre las piedras de la pared que sirvió de apoyo para construir el habitáculo.
Todo gallinero debía estar provisto de su correspondiente nidal, pues a modo de nido natural las gallinas pondrían en él sus huevos. Éste se hacía colocando una caja de madera desprovista de una de sus paredes y rellena de pinocha o “pinocho”, como le decíamos nosotros, cuya misión era evitar que los huevos se rompieran. A pesar de ello las de mi abuela por su talante camperas, ignoraban los nidales dejando sus huevos en el suelo, entre los pencones, que recuerdo recorrer para que no se nos escapara ninguno. Estos pencones daban jugosos higos picos que ella cogía con aquellas grandes tenazas de madera que llamábamos las "tarascas".
La
presencia del elegante gallo le daba un toque especial, pues la naturaleza les dotó de ese porte esbelto y
colores vistosos de sus plumajes, como el que hubo en mi casa, aunque
sin embargo el de mi abuela era blanco pero igualmente majestuoso,
además su bello canto desde el amanecer, destacaba sobre el coro de
cacareos de las laboriosas gallinas, sin embargo para él la única misión se
limitaba a fecundarlas y así lograr “huevos gallados” que serían
aprovechados en el momento que alguna gallina manifestase su deseo de
incubar :“se ponían cluecas”, y así asegurar la continuidad de un gallinero productivo. En ese caso se aislarían por un tiempo madre y
pollitos para evitar que fueran picoteados por las restantes
gallinas, y madre e hijos transmitían una dulce estampa: la madre protegiendo a sus delicadas criaturas que caminaban a su alrededor. Me viene a la memoria un habitáculo o gorito improvisado a base de tela metálica en el patio de los animales, donde mi abuela los aisló .
Cuando los pollos tomaban un tamaño adecuado se integrarían en el gallinero sentenciando, con esto, el paso al caldero de algún ejemplar de las viejas generaciones, ¡la ley de la vida!. Aún recuerdo a mi abuela y a mi madre desplumando la gallina entre vapores de agua.
Cuando los pollos tomaban un tamaño adecuado se integrarían en el gallinero sentenciando, con esto, el paso al caldero de algún ejemplar de las viejas generaciones, ¡la ley de la vida!. Aún recuerdo a mi abuela y a mi madre desplumando la gallina entre vapores de agua.
Siempre
hubo familias que tenían un buen gallinero y vendían huevos en sus
casas, recuerdo ir a casa de nuestras vecinas, cuando las nuestras
se “desponían” e igualmente se les compraba si tenían gallo
para aprovechar a alguna que estaba clueca o sea en periodo de
empollar. También en mi niñez en el casco del pueblo había una
granja propiedad de la familia Méndez Rolo, en la Cruz del Valle,
que vendía a las ventas y al mercado insular.
En
este apartado resaltar que por aquella época varios vecinos criaban
gallos de pelea y participaba en los sangrientos encuentros que se
celebraban, pues era una competición muy arraigada en Canarias.
LOS
CONEJOS:
Era otro de los animales frecuentes en la ganadería para consumo familiar. En mi casa los teníamos en conejeras elaboradas con madera. Para describirla diríamos que era un cajón mayor, cuyo frente lo cerraba una tela metálica de pequeños agujeros que en uno de los extremos se transformaba en una pequeña puertita que lograba destacar porque a la cubierta metálica le acompañaban las guías de madera y la tranca que permitía acceder al interior para depositarle su avituallamiento. Comunicado por un pequeño hueco le seguía un cajoncito menor o gazapera que a modo de madriguera servía para la madre parir a sus crías o camada previo deslanarse para hacer su cama.
Era otro de los animales frecuentes en la ganadería para consumo familiar. En mi casa los teníamos en conejeras elaboradas con madera. Para describirla diríamos que era un cajón mayor, cuyo frente lo cerraba una tela metálica de pequeños agujeros que en uno de los extremos se transformaba en una pequeña puertita que lograba destacar porque a la cubierta metálica le acompañaban las guías de madera y la tranca que permitía acceder al interior para depositarle su avituallamiento. Comunicado por un pequeño hueco le seguía un cajoncito menor o gazapera que a modo de madriguera servía para la madre parir a sus crías o camada previo deslanarse para hacer su cama.
La
citada conejera se aislaba del suelo, casi un metro de altura,
gracias a unas rígidas patas de madera, que evitaban que las crías
fueran atacadas por alguna rata que siguiendo su olfato lo intentara.
Las
conejas hembras solían convivir en grupo, mientras el conejo macho
tenía la suya aparte y solo sería acompañado cuando el celo
femenino así lo requería. A consecuencia de esta visita, la coneja
muchas veces lograba habitáculo independiente y permanecer el mes de gestación y otro de
amamantamiento, lejos de las interferencias de sus compañeras. Esta
independencia terminaba cuando las crías alcanzaban un desarrollo
justificado y podían convivir con nuevos inquilinos.
En casa de mi abuela el grupo mayor de conejos estaba en un goro y luego había la conejera del macho, y la de las conejas crianderas.
Siempre que me paraba a observarlos parecían que movían su nariz como queriendo husmear lo que se acercaba o levantaban sus orejillas para detectar si algo podía alterar su monótona vida, que transcurría día a día ante el mismo paisaje, la triste pared del patio trasero, a cambio no tenía que luchar por el sustento diario que se lo proporcionaba la protectora mano de mi madre, este solía componerse de las hierbas de la vegetación natural de la zona de medianías, especialmente las tederas, magarzas, hinojos y a veces balos. Había quienes iban a buscar escobones a la zona alta, como mi tío Juan en su mula u otros que les compraban haces de ellos, a los que con sus caballos cargados se dedicaban a proporcionarlos. En la conejera siempre estuvo la cajita para el millo y el porrón de agua que se completaba llenándolo en posición horizontal y luego al colocarlo verticalmente, iba surtiendo lentamente el bebedero. Recuerdo que mi madre me decía que si las conejas se encontraban sedientas eran capaces de comerse a sus crías, de ahí que ella siempre estaba vigilante, pues mi padre solo les dedicaba un rato periódicamente para limpiar su residencia o ponerles aceite y azufre en las orejas para atacar al ácaro que las suele parasitar.
En casa de mi abuela el grupo mayor de conejos estaba en un goro y luego había la conejera del macho, y la de las conejas crianderas.
Siempre que me paraba a observarlos parecían que movían su nariz como queriendo husmear lo que se acercaba o levantaban sus orejillas para detectar si algo podía alterar su monótona vida, que transcurría día a día ante el mismo paisaje, la triste pared del patio trasero, a cambio no tenía que luchar por el sustento diario que se lo proporcionaba la protectora mano de mi madre, este solía componerse de las hierbas de la vegetación natural de la zona de medianías, especialmente las tederas, magarzas, hinojos y a veces balos. Había quienes iban a buscar escobones a la zona alta, como mi tío Juan en su mula u otros que les compraban haces de ellos, a los que con sus caballos cargados se dedicaban a proporcionarlos. En la conejera siempre estuvo la cajita para el millo y el porrón de agua que se completaba llenándolo en posición horizontal y luego al colocarlo verticalmente, iba surtiendo lentamente el bebedero. Recuerdo que mi madre me decía que si las conejas se encontraban sedientas eran capaces de comerse a sus crías, de ahí que ella siempre estaba vigilante, pues mi padre solo les dedicaba un rato periódicamente para limpiar su residencia o ponerles aceite y azufre en las orejas para atacar al ácaro que las suele parasitar.
Aunque
es conocida su facilidad para criar, de ahí la frase “paren como
conejas”, el proporcionarles alimento diario era una trabajo
añadido para mis padres, lo que obligaba a limitar el número. Pero
siempre hubo los suficientes para servir al sustento proteico de la
familia en determinadas ocasiones como lo eran los cumpleaños,
algunos domingos o las llamadas fiestas de guardar para la
reglamentaria sociedad católica.
Mi
madre los preparaba en salmorejo y le quedaba muy rico, aunque mi
padre, para "picarla" le decía que no llegaba al punto de exquisitez que lograba mi
abuela materna; con determinados trozos, principalmente las delicadas
costilla, solía preparar la paella o arroz amarillo.
Reconozco
que mi convivencia con estos seres peluditos y pacíficos, fue
siempre demasiado racional, nunca fueron mis mascotas, pues los sabía
parte la cadena alimenticia de mi familia.
LAS
CABRAS:
Era
frecuente que las
familias tuviesen al menos dos cabras, pues cuando una quedaba
preñada, la otra seguía un tiempo dando leche, aunque había que
aprovechar el celo y pronto pasaría cada una sus cinco largos meses
de preñez, lo que supondría a la familia unos dos o tres meses
consumiendo condensada o en polvo o incluso yo recuerdo pedirle a mi
madre que de merienda me hiciese papas fritas y huevos fritos,
mientras terminaba la gestación y nacían los primeros baifos.
Todo este acontecimiento también tenía su ritual, pues recuerdo que cuando
las cabras estaban en celo o en calor, mi padre las llevaba a uno de
los cabreros del pueblo, Félix que padecía cojera, dado que su manada
contaba con macho cabrío y dejaba allí la cabra al menos unas semanas para asegurar que quedase preñada. Mientras nuestra cabra
estaba fuera, había que llevar cada 2 ó 3 días una bolsa de millo
para compensar su comida y de camino alimentar los
bríos del macho. Lógicamnete al nacimiento de los baifos, uno
sería para el dueño del padre de las criaturas.
De regreso en casa había que alimentar a esa futura madre con desvelo, en mi casa había un poyito hueco que a modo de dornajo o pesebre hacía de comedero y al que la cabra accedía pasando su cabeza por el hueco que para tal cometidos queda en la parte frontal de su goro, recuerdo que mis padres le daban agua con un cubo para que bebiesen.
El momento del parto también era muy importante y era asistido por un cabrero experto, a mi casa acudía Cho Gabriel, padre de mi tía Carmen, o su hijo Pepe, que a semejanza de un buen veterinario o partera, asistía a la madre; lo que no recuerdo es que pago recibían por su trabajo; horas después había que estar vigilante a que la cabra soltase “las pares” (la placenta), por un lado para que no se cogiera una infección y por otro para quitarlas antes que intentaran comérselas y no sé por qué razón la gente no lo creía conveniente.
En esa época varios vecinos ejercían de cabreros, aparte de los mencionados, me viene a la memoria Nicomedes, recientemente distinguido por el Cabildo y algunos ayuntamientos de la Comarca.
Tras el parto madre e hijos disfrutarían de esa dulce estampa de calor materno-filial unos pocos días, pues en cuanto la “tafosa” o calostro se transformara en leche nítida, el baifo sería destetado y alimentado con biberón durante un largo mes, para lo que se utilizaba cualquier botella de cristal a la que se le incorporaba su correspondiente tetina de plástico. El destete tendría su duelo correspondiente y madre e hijo lamentarían su separación con amargos balidos, durante días. Pero a ese justo lamento se imponía la dura decisión de la familia que así se beneficiaría unos largos meses de sustento lácteo, hasta que la cabra se secara o volviera a entrar en celo.
De regreso en casa había que alimentar a esa futura madre con desvelo, en mi casa había un poyito hueco que a modo de dornajo o pesebre hacía de comedero y al que la cabra accedía pasando su cabeza por el hueco que para tal cometidos queda en la parte frontal de su goro, recuerdo que mis padres le daban agua con un cubo para que bebiesen.
El momento del parto también era muy importante y era asistido por un cabrero experto, a mi casa acudía Cho Gabriel, padre de mi tía Carmen, o su hijo Pepe, que a semejanza de un buen veterinario o partera, asistía a la madre; lo que no recuerdo es que pago recibían por su trabajo; horas después había que estar vigilante a que la cabra soltase “las pares” (la placenta), por un lado para que no se cogiera una infección y por otro para quitarlas antes que intentaran comérselas y no sé por qué razón la gente no lo creía conveniente.
En esa época varios vecinos ejercían de cabreros, aparte de los mencionados, me viene a la memoria Nicomedes, recientemente distinguido por el Cabildo y algunos ayuntamientos de la Comarca.
Tras el parto madre e hijos disfrutarían de esa dulce estampa de calor materno-filial unos pocos días, pues en cuanto la “tafosa” o calostro se transformara en leche nítida, el baifo sería destetado y alimentado con biberón durante un largo mes, para lo que se utilizaba cualquier botella de cristal a la que se le incorporaba su correspondiente tetina de plástico. El destete tendría su duelo correspondiente y madre e hijo lamentarían su separación con amargos balidos, durante días. Pero a ese justo lamento se imponía la dura decisión de la familia que así se beneficiaría unos largos meses de sustento lácteo, hasta que la cabra se secara o volviera a entrar en celo.
En
mi casa ordeñar la cabra o limpiar su goro era trabajo de mi padre,
mientras que aportarle el sustento, al menos dos veces al día, lo
hacía mi madre. Esta dieta oscilaba según la estación adaptándose
a lo de temporada: hojas de millo tierno del cultivo familiar, alguna vez batateras, papas
greladas en la cueva que, gracias a la llegada de la nueva cosecha,
pasaban a ser dieta de animales, pencas de tuneras (pencones)
troceadas, y todo tipo de hierba o arbustos forrajera de la vegetación natural de medianías como
magarzas, tederas, vinagreras,... pero evitando balos o hinojos que
pudieran alterar el sabor de la leche. La posibilidad de manifestarse
por balidos le hacían no ser ignoradas y aunque rara vez mi madre
se olvidada, le recordarían que era la hora de comer.
Cuando
una de las cabras se ponía mayor, una de las baifas se quedaría en
casa, al principio aislado de su madre, pero pasaría a su compañía
en el holgado habitáculo o goro en el momento en que la joven ya
se nutría de hierba hasta convertirse en adulta y que tras su
primer parto continuaría proporcionando leche para la familia. En
ocasiones suponía la sustitución de la madre u otra compañera que
ya a sus 7 u 8 años se consideraba envejecida. No obstante la
mayoría de los baifos se convertirían en un sabroso
almuerzo familiar, o como un regalo muy valorado para médicos o
abogados de aquel entonces y en otros casos se vendía a los
intermediaros, al igual que los conejos para llevar al mercado
capitalino. En mi casa todos pasaban al cabrero que en ocasiones nos
devolvía el regalo con un jugoso queso.
De la matanza del baifo era muy importante separar el cuajo o estómago pues en
periodo de lactancia contiene enzimas o fermentos que coagulan
la caseína de la leche para transformarla en queso; y que por tanto
se secaba para utilizarlo en la elaboración de este derivado lácteo. Igualmente su piel se extraía con cuidado y lo más entera posible para fabricar el conocido zurrón con el que se amasaba el gofio.
También
las cabras que habían envejecido, les esperaba su destino en la
cocina familiar o en la de un posible comprador, siendo un manjar
exquisito para muchos, al igual que hoy en día. Su preparación
siempre ha requerido una exhaustiva limpieza desprendiendo sus grasas
o cebos con mucha precisión, pues su fuerte sabor puede producir
rechazo de los comensales, para luego hacer una buenas sopas de caldo
de carne de cabra o componerla en salsa.
Foto tomada de internet. En aquella época las botellas más habituales eran de cristal. ¡La gran ternura que despierta un baifito! |
Vacas
Mi
madre me contaba que en su niñez, sus padres tenían una vaca, pero
en la mía, éstas solo las tenían algunas familias y destinaban la
mayor parte de la leche para la venta, ya que era más aconsejable que la de cabra para alimentar a los
bebés. Recuerdo que la vendían
Pruda/Pedro, Lala/Lito,... y los hermanos Curbelo que tenían una
“cuadra” o establo con mayor número de vacas.
Otros
animales domésticos frecuentes fueron:
Cochinos:
Los que vi criar fue en casa de mis abuelos maternos, en mi casa nunca los tuvimos. Recuerdo que su gorito tenía una puertita de metal grisienta que encajaba en unos pequeños rieles o surcos de la pared y que al levantarla el cochino saltaba al espacio exterior y mi tío procedía a limpiar goro y cochino aplicando la menaguera.
Mi abuela reunía los sobrantes de las comidas para reservarla para el cochino.
Luego cuando éste alcanzaba el tamaño aconsejable se procedía a la Matanza o “muerte de cochino” que ya comenté en otro relato. Una vez más el buen trato a los animales era la costumbre, pero su fin era la alimentación, nunca se los veía como mascotas de la familia.
Los que vi criar fue en casa de mis abuelos maternos, en mi casa nunca los tuvimos. Recuerdo que su gorito tenía una puertita de metal grisienta que encajaba en unos pequeños rieles o surcos de la pared y que al levantarla el cochino saltaba al espacio exterior y mi tío procedía a limpiar goro y cochino aplicando la menaguera.
Mi abuela reunía los sobrantes de las comidas para reservarla para el cochino.
Luego cuando éste alcanzaba el tamaño aconsejable se procedía a la Matanza o “muerte de cochino” que ya comenté en otro relato. Una vez más el buen trato a los animales era la costumbre, pero su fin era la alimentación, nunca se los veía como mascotas de la familia.
Bestias
de carga:
Yo solo conviví con el mulo que tenía mi tío Juan en la casa de mis abuelos maternos, era un animal pacífico, pero a mi, su altura me daba vértigo y pocas veces acepté la invitación de mi tío a subirme en él. Era de pelaje marrón, con unos grandes ojos negros y una cola de negras crines, recuerdo a mi tío peinándolo, o trayendo las cargas de millo, ya seco, de los cultivados en los canteros del Majano, así como de los paquetes o pacas de paja que le compraba y que pasaban a su dornajo.
Yo solo conviví con el mulo que tenía mi tío Juan en la casa de mis abuelos maternos, era un animal pacífico, pero a mi, su altura me daba vértigo y pocas veces acepté la invitación de mi tío a subirme en él. Era de pelaje marrón, con unos grandes ojos negros y una cola de negras crines, recuerdo a mi tío peinándolo, o trayendo las cargas de millo, ya seco, de los cultivados en los canteros del Majano, así como de los paquetes o pacas de paja que le compraba y que pasaban a su dornajo.
Mi
padre me contaba que en su casa llegaron a tener incluso un "camello" (realmente era un dromedario) y de ahí que siguiéramos llamando al
espacioso habitáculo donde tuvimos palomas, la gañanía o “gananía”
como le decíamos nosotros, pues realmente fue un establo, de hecho
recuerdo que al principio estaba allí el largo comedero o dornajo
de madera (un tronco ahuecado ).
Por
estos años era frecuente oír, desde el amanecer, los cascos de los
caballos, mulas,... al pasar por el empedrado camino y escuchar su
relincho o el rebuzno de los pacíficos burros, pues era el compañero
de las faenas agrícolas para arar, transportar la carga e incluso,
como ya comenté, su dueño podía hacer esos servicios para si
mismos o para los que no poseían estos animales, consiguiendo con
ello un ingreso económico. Traían pinocha y escobones previo pago
al ayuntamiento de unas licencia por ir a cogerlos. La primera la
vendían para usarlos en las huertas o para poner de cama a los
animales y los escobones como forraje. Actualmente
esto ha dejado de ser así y cada verano se plantea la polémica de
que se quite la pinocha al monte para no facilitar la propagación de
incendios.
Palomas
En
mi casa tuvimos palomas, creo recordar que fue un regalo a mi
hermano, de una pareja de buchones, pero al final nos hicimos con un
palomar.
Recuerdo que en mi niñez, se recomendaba la sopa de pichón para los niños cuando estábamos enfermos, de hecho fuimos a comprarlos alguna vez a casa de Segundina/Miguel.
Recuerdo que en mi niñez, se recomendaba la sopa de pichón para los niños cuando estábamos enfermos, de hecho fuimos a comprarlos alguna vez a casa de Segundina/Miguel.
Ocuparon
la antigua gañanía o “gananía” y mis padres les habían
colgado cajones con pinocha en lo alto para que hicieran sus nidos, a
pesar de ello me viene la imagen de las palomas, por su instinto natural,
portando pajitas o ramitas secas en su pico para acondicionar su
nido.
A mi
madre le gustaba pararse en la reja de la puerta, para contemplarlas
agrupadas comiéndose los granos de millo, en muchas ocasiones me
acerqué a contemplarlas con ella.
Perros
de caza (podencos) y hurones:
Estos
animales estaban asociados a las viviendas en la que a algún familiar le gustaba la Caza. Mis tíos Juan y Eladio practicaban la caza de
conejos (también alguna perdiz y paloma) y tenía cada uno dos o
tres perros podencos, estaban apartados del resto del ganado,
ocupando un espacio próximo a la bodega/sótano. La verdad que a esa
zona poco me acercaba, debe ser que me decían que me podían morder,
aunque tengo entendido que no son agresivos sino muy familiares. De
hecho a diferencia de hoy en día la gente de mi entorno no mimaba a
los perros, era distinto, aunque los cazadores los cuidaban y querían
por ser su fieles compañeros cada jueves y domingos después de
levantaba la veda. No obstante caló en mi, ya que recuerdo de forma diferente, un señor de la calle El Lomo que pasaba por
delante de mi casa con su burrito y un perro pequeño que le
acompañaba siempre, dando una imagen dulce de fiel compañero, no parecía tener otro cometido.
Los
menos que me gustaban eran los hurones, expertos en meterse en la
madriguera de los conejos salvajes. Estaban apartados en una conejera
solo para ellos y mi tío era quien los cuidaba.
Este modelo de vida, en décadas posteriores, hasta en los pueblos, fue haciéndose incompatible con los nuevos oficios y ha ido siendo derrotada por la ganadería industrial mayoritariamente de fuera de las islas, importándose carnes y leches desde cualquier lugar del planeta.
Junto
a esta fauna doméstica, nuestras casas, siempre rodeadas de alguna
huerta, tenían próximas especies naturales como lagartos,
perinquenes, ratoncitos de campo, los escondidos erizos morunos, se
veía volar los tabobos o abubillas con su bello plumaje y su largo
pico, las oscuras andoriñas (vencejos o golondrinas) que según
decían los mayores su presencia en grupo barruntaban que venía
tiempo fresco; los planeadores cernícalos, algún cuervo, mirlos, una escondida coruja nocturna,
tórtolas, variedad de pajarillos como los camineros, mosquiteros,... que formaban un verdadero coro en los laureles de la plaza del pueblo.
Desgraciadamente con la presencia de los plaguicidas para control de enfermedades en las cosechas, se produjo el envenenamiento de especies que consumían las hierbas del cantero o los frutos y la cadena alimenticia implicaba la muerte de los que a su vez consumían a estos animales envenenados, propiciando un desequilibrio en beneficio de las más prolíficas como han sido ratones y ratas; hoy en día el tema está regulado y para el uso de venenos hay que tener su correspondiente acreditación, previo cursillo, y una normativa restrictiva prohíbe la mala ubicación de estos productos, no sin el consecuente descontento de algunos aficionados a la agricultura tradicional.
Desgraciadamente con la presencia de los plaguicidas para control de enfermedades en las cosechas, se produjo el envenenamiento de especies que consumían las hierbas del cantero o los frutos y la cadena alimenticia implicaba la muerte de los que a su vez consumían a estos animales envenenados, propiciando un desequilibrio en beneficio de las más prolíficas como han sido ratones y ratas; hoy en día el tema está regulado y para el uso de venenos hay que tener su correspondiente acreditación, previo cursillo, y una normativa restrictiva prohíbe la mala ubicación de estos productos, no sin el consecuente descontento de algunos aficionados a la agricultura tradicional.
Candelaria, a 14 de agosto de 2016
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