sábado, 6 de agosto de 2016

Una vivienda tipo: la casa de mi abuela

    La casa de mi abuela Heliodora, "Madre" que es como la llamábamos, casa donde ella nació y siempre vivió.
   Estaba recordando los utensilios, muebles y organización de las viviendas en esos años (1968-1971) y me he decantado por describir la casa de mis abuelos maternos. La razón, aparte de las muchas horas que pasé allí, es porque no tuve la oportunidad de disfrutar de mi abuela paterna ya que falleció años antes de yo nacer y mi abuelo paterno en esa época vivía en su casa de la Costa de Arafo. No obstante los utensilios que usaba mi abuela eran más o menos iguales a los que usábamos en mi casa y en otras tantas.
    La casa, tras abrir la puerta del camino, era una suma de habitaciones o cuartos que se ordenaban al lado izquierdo del patio, digo suma porque sus diversas techumbres hacen pensar que se fueron construyendo a media que se necesitaban, más habiendo sido la casa de mi bisabuela Madre María, segunda madre para mi madre. En las habitaciones más externas habían tres construcciones de teja árabe, luego la cocina que tenía techo de teja inglesa y en cambio, los cuartos posteriores, la terraza y hasta incluido la cuadra del mulo, terminaban en azotea.
   Al lado derecho del patio estaba el cantero que acababa en el sótano/bodega por el que se accedía a la cueva para guardar las papas, que quedaba bajo el patio; siendo dicho sótano quien hacía de frontera con el empedrado camino de La Morra. Y al fondo, mirando hacia el Barranco, la zona del ganado doméstico al que me dedicaré otro día. En la actualidad la casa no conserva el mismo aspecto.
El tejado y trozo de pared que se ve al fondo de esta foto es la casa de mis abuelos en La Morra, la he compartido de la publicada
 en la página de facebook "Historias y Rincones de Arafo" 
      Aunque describiré las habitaciones principales, no lo haré por el orden espacial sino por el afectivo para mí. Como siempre el lugar más importante era la cocina, porque al calor de la misma nos reuníamos todos, sus cinco hijos y "sus consecuencias". Destacaba a la izquierda de la habitación, el baúl que viajó a Cuba con mi abuelo, que en este entonces, mi tío Juan usaba para guardar su escopeta de caza, el cinturón de cartuchos y la huronera vacía; y que servía de asiento en las reuniones familiares. Frente a él, hacia el lateral derecho, la mesa de la cocina cubierta por un mantel de hule y siempre decorada con la bandeja de frutas de la temporada, la azucarera de aluminio, pero sobre todo por los permanentes platos tapados que contenían pescado o carne o papas guisadas ya frías, con las que tantas veces merendaría mi madre en compañía de su hermano Juan. Este decorado abandonaba la mesa, y pasaba al poyo, unas horas por la tarde cuando nos poníamos a jugar rondas y tutes con la baraja. A la mesa le acompañaban las sillas y  si hacía falta le acercábamos el banquito que estaba a un lado. Detrás de ella, un cajón de madera pintado de negro, yo diría que con más de medio metro de altura, cerca de metro y medio de largo y cerca de un metro de ancho, cuya tapa superior estaba dividida en dos tablones uno clavado al resto y otro suelto pero que se ajustaban a la perfección de forma que al cerrarlo hacía de asiento donde tantas veces subía a sus nietos para sentarnos a comer sus ricas sopas de caldo gallina o el insuperable salmorejo de los conejos que ella criaba, aunque alguna vez fue de conejo salvaje que mi tío Juan traía de la cacería y ya el festín mayor era cuando mi madre y mi tía convencían a su hermano Juan para asar papas, ¡Qué delicia!, aquellas papas embadurnadas de la grasa del tocino y acompañada por trocitos del mismo y muchas veces también con pescado salado asado y siempre con el rico mojo picón que mi abuela o sus hijas hacían en lo que estaban las papas en el hoyito del cantero al calor de las brasas y tapadas con ramas de hierba. Aún hoy, mi tía siempre que asan papas me mima avisándome porque sabe lo mucho que me gustan.
 
En La tabla fija de detrás de la de nuestro asiento, se hallaban la lata del gofio y el molinillo del café. Me viene a la memoria ver a mi abuela sentada en la silla de la cocina con el molinillo apoyado sobre su delantal dándole vueltas al mango o manivela y extraer con sumo cuidado la gavetita o cajita que recogía la molienda.
   
Frente a la mesa o yo diría delante de ella, el majestuoso locero de madera, obra de algún carpintero local en él que, al levantar la pequeña cortina que mantenía a raya al polvo, se encontraban de forma ordenada los platos y alguna bandeja, ocupando su lugar encajados entre las tablillas en que se dividía el locero; y en la parte baja del mismo descansaban las escudillas o grandes tazones, acompañados de los cubiertos, en ese entonces, de aluminio. Seguido del locero a escaso medio metro, estaba la puerta de la cocina que permanecía abierta durante el día, siendo la cortina de cretona la que impediría la entrada de las moscas de la terraza exterior. Cerrando ese frente y a continuación de la puerta estaba un “postigo” o “marcoluz” (ventanillo) con su tela mosquitera y que dejaba por el exterior, hacia la terraza, un pequeño alfeizar o repisa donde siempre había algo: unas tijeras, un cepillo,… ¡Ah! Y justo en medio de puerta y marcoluz, estaba la pequeña tapa negra con el interruptor de la luz, que surgiría de la bombilla que colgaba de aquel techo que con su lona pintada no dejaba ver la teja inglesa. Pasado el marcoluz, en la esquina de la cocina, estaba el pequeño mueble con el espejo, toalla y la "palangana" para lavarse las manos.
Tomada de internet por su semejanza
con la de mi abuela
   
En la pared opuesta, y detrás de la mesa, se hallaba el poyo de azulejos blancos y bajo él, su base se compartimentaba con sendas puertitas de madera, ahí debajo se protegían diversos útiles: la botella de gas butano, y en el poyito o alféizar interno, las dos planchas de hierro para la ropa a las que había que calentar con la llama de la cocinilla. En el siguiente compartimento las sartenes o “los sartenes” de color negro y algunos con pintitas blancas, donde el principal no estaría colgado de un clavo como los demás, sino cubierto por la tapa de algún caldero, pues protegía el aceite o grasita de la fritura que mi abuela nos reservaba para que mojásemos el pan en cualquier momento del día; le seguían la lata de aceite y la botella del vinagre sacado de la barriquita familiar, los calderos de aluminio al igual que los cazos de rabo que mi familia llamaba ”sartena” donde se diferenciaban el específico para calentar el café y otra solo para calentar leche; un calderito pequeño y chato que era solo parta calentar agua para las infusiones; el sifón del fregadero y en las últimas puertitas los objetos de menor uso, recuerdo algunas botellas, el fonil también de aluminio y algún garrafón o "galón"  de dos litros,…
Tomada de internet por su parecido.
  A su vez sobre el poyo: la cocinilla marca "Benavent"  que siempre estaba acompañada de algún caldero ya fuera un caldo o unas papas guisadas con las que en tiempos difíciles tantas veces invitó a chiquillos vecinos suyos que ella sospechaba que lo pasaban mal. Sus conocidos decían “la Cocina de Heliodora es una fonda, siempre hay comida hecha”; luego estaba el bote para la sal, le seguía el caldero para el café y detrás de él colgando por el asa (o mango) que se sujetaba a un clavo en la pared, estaba la coladera de tela (o "manga" o "mango") para hacer el café.
Continuaba por el poyo, pero apoyado en su soporte metálico o “quemador”, el caldero específico para guisar la leche de las cabras del ganado doméstico y no me refiero al caldero tipo jarro que vino después, luego un espacio libre y tras él, el hondo fregadero blanco, la zona para: el jabón, estropajo de esparto y a veces de brillo aunque otras veces cogíamos del cantero, pequeñas piedritas de tosca o pumitas y las usábamos para “arenar” los calderos. En la esquina final del poyo tanto arriba como debajo, al estar detrás de la mesa siempre hubieron cosas de menos uso, aunque me quiere venir a la memoria que al final hubo un escurreplatos cubierto de plástico blanco, supongo que para aumentar la vajilla que no cabía en el locero, pues éste nunca perdió su papel.
   Delante de la cocina estaba la terraza techada pero descubierta hacia el mar, salvo por dos columnas sustentadoras y el poyo en que se afianzaban y que a su vez separaba la terraza del cantero; recuerdo con cariño ver a mi abuela sentada en uno de los dos cajones del mulo, que permanecían allí todo el año como rígidos asientos y que solo dejaban este lugar los días de vendimia, en que mi tío los cargaba en el mulo para transportar las uvas desde los canteros; Una de las imágenes que me viene es mi abuela pelando las papas del cesto de caña y lo que más me entusiasmaba era seguir el recorrido del cuchillo dirigido por su experta mano por ver si alguna vez se interrumpía antes de terminar de pelarla completa de una sola pieza. Por cierto, lo del cesto me recuerda oír nombrar a familias como los cesteros: Fefa y su hermano conocidos por los de los cesteros, otra familia del Barrio de Carmen y a Balbino que igual aprendió con su familia del norte y que aún hoy los confecciona como un hobby.También recuerdo, ver pasar por mi calle, a los cesteros procedentes del norte de la isla que traían sus bestias cargadas de cestos de diversos tamaños e iban vendiéndolos por las casas.
Esta fotografía, cogida de internet, recoge el galón de vino protegido por la caña , al lado el cesto más usual para las papas y detrás la cesta para vaciar las papas en la recogida de la cosecha

En   el  poyo de la terraza había una llave de agua y su pequeño cubilete circular, donde disfruté de los mimos que me hacía mi abuela ya que, a petición mía, me dejaba fregar las loza del comedor, la que prácticamente no se usaba y que ella mimaba en su “trinchante” o aparador.
La terraza se continuaba por un lado, con un frondoso parral hacia la zona del ganado que, aunque siempre bien tratado, se mantenía a raya de la convivencia humana, siendo el gato el único que deambulaba por la terraza y patio, pues tenía autorización para cazar ratoncitos y lagartos y cuando se atrevía a levantar la cretona de la cocina daría de inmediato la vuelta ante el aviso de mi abuela: “Zape para afuera”.
 Por el otro lado la terraza, en dirección al camino, se continuaba con el patio de flores, destacando el poyo con las frondosas “flores de mundo” u hortensias que protegían “ la talla del agua” que enterrada entre ellas nos permitía tomar el agua fresca gracias a aquel ancho jarro de aluminio que descansaba en el plato que la cerraba.
También destacaba el poyo de los rosales y mimos, que se situaba detrás de la puerta del camino y recuerdo el rosal que, cuando estaba en flor, más de una vez sufrió nuestro descontrol infantil que hizo caer al suelo una lluvia de pétalos blancos.
Por el margen derecho una sucesión de rabos de tigre, "orejas de burro" o calas, begonias, hojas de salón, helechos o "helechas",... que en variados recipientes, desde antiguos cubos de aluminio o latas de gofio ya oxidados a macetas, embellecían el patio.
Otros de los caprichos que me consentía mi abuela era dejarme regar las plantas o “flores” como le gustaba decir a ella, y que para mi era una diversión que acababa aplicando la manguera a mis chanclas antes de cerrar la llave. Además sería el lugar de encuentro con mis primas y donde jugaríamos muchas tardes.
   También era curioso que en esa época, cuando estábamos varios nietos, nos mandaba a barrer el camino, que previamente rociábamos con agua para que no levantase polvo, además había que arrancar las hierbas que salían desde la tierra que se ocultaba entre las piedras. Otro detalle de urbanidad en aquella época, era que cuando entrabas a la casa tenías que esperar a que no pasara ningún vecino antes de cerrar la puerta: "era de muy mala educación tirarle la puerta en la cara". Luego La Morra sería asfaltada y la puerta del camino ascendería a puerta de la calle.

Otro lugar importante era la habitación de mis abuelos, con suelo de madera y techo de teja árabe cubierta por el interior, allí su imponente cama que en un principio llevó colchón de “clin” (o crin, que al parecer se obtenía de pasar las hojas de palma por un bombo y se secaba al sol y quedaban como hebras semejantes al esparto pero más finas y moldeables), cada mañana al hacer la cama, había que "esponjarlo" o ahuecarlo pues tendía a apelotonarse, y para ello el forro de tela que contenía el clin llevaba una amplia abertura que se abría al desatar el lazo de cinta que unía los bordes de ese ancho ojal. Luego pasó a colchón “flex”. Lo que nunca me atreví fue a usar su cama de cama elástica para saltar, cosa que si hice muchas veces en la de mis padres, por más que mi madre se enfadaba.
Junto a la cama, la mesa de noche donde destacaba el aparato de radio que para mi abuela tenía dos horarios preceptivos: la hora “del parte”, pues a nivel popular, el informativo de noticias tras la guerra civil española heredaría el nombre de aquellos duros partes de guerra. El otro momento importante para ella era la hora del “Santo Rosario”, en ese momento sacaba de la gaveta su rosario, y misterio a misterio completaba el recorrido cuenta a cuenta. He de reconocer que en ese aspecto su influencia no caló en mí, pues ya mi padre se encargaba de alejarme de dogmas y credos y esa visión libre y tolerante hoy se la agradezco.
Continuaba con la destacada “cómoda” que en sus cuatro grandes gavetas encerraba el ajuar principal y en la esquina de una de ellas, guardaba la cajita con la jeringuilla y las agujas para las inyecciones, todo lo cual había que hervirlo antes de usar,  luego el pinchazo corría a cargo de vecinos expertos, recuero a mi tía Anita (mujer de mi tío Pepe), a Ignacio el de Elba, Eva la vecina,,... La cómoda quedaba coronada por una plancha de mármol blanquecino, en la que se ubicaban el reloj despertador, la figurita de la sagrada familia, un pequeño espejito de mano, sus "espejuelos" o gafas, algunas cajas de medicamentos que, por edad, ella y mi abuelo debían usar,...
No se corresponde con la de mi abuela pero es un modelo de cómoda
En la pared central, colgado de la pared por la parte superior y apoyado en ella por la parte baja, destacaba un espejo de más de medio metro de alto con su distinguido marco, que colocándome a la altura de los pies de la cama de mis abuelos, me permitía verme casi de cuerpo entero. Justo detrás, en el espacio que dejaba entre espejo y pared, mi abuela ocultaba los cartuchos y todo tipo de envase de papel o plástico que le llegaba, pues no abundaba, ¡Esa costumbre si que la aprendí! actualmente hago algo parecido para reciclar las bolsas.
Foto de la auténtica singer de mi abuela y que hoy conserva mi tía
Frente a la cómoda, la máquina de coser marca singer y a ambos lados de ella, varias sillas, en las que mi abuela se sentaba por las tardecitas, abrigada con su "sobretodo" de color negro, especie de mantón de lana, y escuchaba la radio, revisaba su peinado o moñito sujeto por las horquillas, y   conversaba con sus queridos hermanos, pues los que vivían más próximos venían a su casa, al haber sido la vivienda familiar: su hermano Fernando y su cuñada Frasquita, su hermana Concha, las hermanas que vivían en la calle Nueva, ya por ese entonces eran mayores y tenían dificultad para subir a La Morra, recuerdo una ocasión en que algún familiar que contaba con furgoneta, alcanzó a su hermana Edelmira, pero de ver en su casa a su hermana Matilde no tengo consciencia.

La habitación se continuaba, por sendos portalones, con otra anexa, y ambas integraban una misma edificación que mi abuela llamaba "la casa de allá" y que yo asumí como su nombre sin pensar que indicaba la  edificación más hacia el camino. En esta última estaba la prestigiosa caja de cedro  que en su interior, en un lateral, estaba lo que llamaban el “escanillo” en el que se ocultaba algún secreto familiar, pues mi madre decía "no anden ahí que son cosas de madre y no quiere que se las revuelvan". Creo recordar que esta caja vino de Cuba con mi abuelo. Le seguía el armario, antiguas camas de sus hijos donde muchas veces me tumbé y a los pies de una de ellas estaba el "balayo" o cesta de paja, donde mi abuela iba poniendo la ropa doblada que recogía de la liña, ella usaba más las que había en el cantero que las de la azotea; le  seguía otra cómoda y en lo alto, a poca distancia del techo, un pequeño altillo o troja que yo no alcanzaba a registrar.
Balayo, la fotografía la tomé de internet, pero
el de mi abuela tenía asas a los lados.
 
Aún contando con la subjetividad, fruto de una mirada afectiva al pasado y posible cambio de lugar de algún objeto, creo que estas dependencias dentro de la casa de mi abuela son un reflejo  de las de la época y recordarlas me ha dejado una sensación dulce y emotiva  consciente del cariño familiar que tuve la suerte de recibir.



Candelaria, a 6 de agosto de 2016





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